Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comienza la Semana de oración por la unidad de los cristianos que, desde hace más de un siglo, celebran cada año los cristianos de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, para invocar el don extraordinario por el que el Señor Jesús oró durante la última Cena, antes de su pasión: «Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos fue introducida el año 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que posteriormente entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del Papa san Pío X y fue promovida por el Papa Benedicto XV, quien impulsó su celebración en toda la Iglesia católica con el Breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en la década de 1930 por el abad Paul Couturier de Lyon, que sostuvo la oración «por la unidad de la Iglesia tal como quiere Cristo y de acuerdo con los instrumentos que él quiere». En sus últimos escritos, el abad Couturier ve esta Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo «entrar y penetrar en todo el Cuerpo cristiano»; esta oración debe crecer hasta convertirse en «un grito inmenso, unánime, de todo el pueblo de Dios», que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos encuentra cada año una de sus manifestaciones más eficaces el impulso dado por el concilio Vaticano II a la búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo. Esta cita espiritual, que une a los cristianos de todas las tradiciones, nos hace más conscientes del hecho de que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo resultado de nuestros esfuerzos, sino que será más bien un don recibido de lo alto, que es preciso invocar siempre.

Cada año se encarga de preparar los materiales para la Semana de oración un grupo ecuménico de una región diversa del mundo. Quiero comentar este hecho. Este año, los textos fueron propuestos por un grupo mixto compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo ecuménico polaco, que comprende varias Iglesias y comunidades eclesiales de ese país. La documentación fue revisada después por un comité compuesto por miembros del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y de la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias. También este trabajo, realizado en colaboración en dos etapas, es un signo del deseo de unidad que anima a los cristianos y de la convicción de que la oración es el camino principal para alcanzar la comunión plena, porque caminando unidos hacia el Señor caminamos hacia la unidad. El tema de la Semana de este año -como hemos escuchado- está tomado de la primera carta a los Corintios: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58), su victoria nos transformará. Y este tema fue sugerido por el amplio grupo ecuménico polaco que he citado, el cual, reflexionando sobre su propia experiencia como nación, quiso subrayar la gran fuerza con que la fe cristiana sostiene en medio de pruebas y dificultades, como las que han caracterizado la historia de Polonia. Después de largos debates se eligió un tema centrado en el poder transformador de la fe en Cristo, especialmente a la luz de la importancia que esta fe reviste para nuestra oración en favor de la unidad visible de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Esta reflexión se inspiró en las palabras de san Pablo, quien, dirigiéndose a la Iglesia de Corinto, habla de la índole temporal de lo que pertenece a nuestra vida presente, marcada también por la experiencia de «derrota» del pecado y de la muerte, frente a lo que nos trae la «victoria» de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Misterio pascual.

La historia particular de la nación polaca, que conoció períodos de convivencia democrática y de libertad religiosa, como en el siglo XVI, en los últimos siglos ha estado marcada por invasiones y derrotas, pero también por la lucha constante contra la opresión y por la sed de libertad. Todo esto indujo al grupo ecuménico a reflexionar de modo más profundo en el verdadero significado de «victoria» -qué es la victoria- y de «derrota». Con respecto a la «victoria» entendida de modo triunfalista, Cristo nos sugiere un camino muy distinto, que no pasa por el poder y la potencia. De hecho, afirma: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el consuelo concreto ofrecidos a los últimos, a los olvidados, a los excluidos. Para todos los cristianos la más alta expresión de ese humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos participar en esta «victoria» transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida, y la transformación se realiza en forma de conversión. Por este motivo el grupo ecuménico polaco consideró especialmente adecuadas para el tema de su meditación las palabras de san Pablo: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58).

La unidad plena y visible de los cristianos, a la que aspiramos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de modo cada vez más perfecto, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos requiere una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación; hace falta fortalecer nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos habló y se hizo uno de nosotros; es preciso entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; es necesario abrirse unos a otros, captando todos los elementos de unidad que Dios ha conservado para nosotros y que siempre nos da de nuevo; es necesario sentir la urgencia de dar testimonio del Dios vivo, que se dio a conocer en Cristo, al hombre de nuestro tiempo.

El concilio Vaticano II puso la búsqueda ecuménica en el centro de la vida y de la acción de la Iglesia: «Este santo Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico» (Unitatis redintegratio, 4). El beato Juan Pablo II puso de relieve la índole esencial de ese compromiso, diciendo: «Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad» (Encíclica Ut unum sint, 9). Así pues, la tarea ecuménica es una responsabilidad de toda la Iglesia y de todos los bautizados, que deben hacer crecer la comunión parcial ya existente entre los cristianos hasta la comunión plena en la verdad y en la caridad. Por lo tanto, la oración por la unidad no se limita a esta Semana de oración, sino que debe formar parte de nuestra oración, de la vida de oración de todos los cristianos, en todos los lugares y en todos los tiempos, especialmente cuando personas de tradiciones diversas se encuentran y trabajan juntas por la victoria, en Cristo, sobre todo lo que es pecado, mal, injusticia y violación de la dignidad del hombre.

Desde que nació el movimiento ecuménico moderno, hace más de un siglo, siempre ha habido una clara consciencia de que la falta de unidad entre los cristianos impide un anuncio más eficaz del Evangelio, porque pone en peligro nuestra credibilidad. ¿Cómo podemos dar un testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que se refiere a las verdades fundamentales de la fe, nos une mucho más de lo que nos divide. Pero las divisiones existen, y atañen también a varias cuestiones prácticas y éticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra salvífica de Cristo. En este sentido, debemos recordar las palabras del beato Juan Pablo II, quien en su encíclica Ut unum sint habla del daño causado al testimonio cristiano y al anuncio del Evangelio por la falta de unidad (cf. nn. 98-99). Este es un gran desafío para la nueva evangelización, que puede ser más fructuosa si todos los cristianos anuncian juntos la verdad del Evangelio de Jesucristo y dan una respuesta común a la sed espiritual de nuestros tiempos.

El camino de la Iglesia, como el de los pueblos, está en las manos de Cristo resucitado, victorioso sobre la muerte y sobre la injusticia que él soportó y sufrió en nombre de todos. Él nos hace partícipes de su victoria. Sólo él es capaz de transformarnos y cambiarnos, de débiles y vacilantes, en fuertes y valientes para obrar el bien. Sólo él puede salvarnos de las consecuencias negativas de nuestras divisiones. Queridos hermanos y hermanas, os invito a todos a uniros en oración de modo más intenso durante esta Semana por la unidad, para que aumente el testimonio común, la solidaridad y la colaboración entre los cristianos, esperando el día glorioso en que podremos profesar juntos la fe transmitida por los Apóstoles y celebrar juntos los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Gracias.

 

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