Fecha: 27 de septiembre de 2020

Estimados y estimadas:

Estos días hemos empezado un nuevo curso. A pesar de las incertidumbres de la hora presente, con los serios interrogantes provocados por la pandemia que aún colea con fuerza, hemos hablado, sea como fuere, de una seria formación cristiana. Ante este hecho, hoy quiero recordar que los cristianos, hagamos lo que hagamos, estamos todos en la escuela de los discípulos de Cristo.

Los Evangelios, con muy pocas excepciones, nos presentan un Jesús siempre acompañado de hombres y mujeres que lo siguen, escuchan su enseñanza, contemplan las obras que hace y disfrutan de los secretos de intimidad que el Maestro les reserva. Son sus discípulos. Es precisamente de entre este numeroso grupo, que Jesús escogeráquienes serán los doce apóstoles. Son hombres y mujeres humildes, que no pertenecen a ninguna élite, ni tienen una formación académica superior, ni son héroes de fortaleza o de virtudes, sino que, con sus luces y sombras, se han dejado conmover por Jesús. No se explica completamente qué es lo que los atrae, pero sabemos que es lo bastante potente para dejar trabajo y familia —los dos pilares imprescindibles en la época— y apostarlo todo a una sola carta.

El Maestro conoce perfectamente sus límites y sus debilidades. Basta recordar la paciencia con que una y otra vez les explica su camino de humildad y de servicio, tal vez el mensaje que más les cuesta asumir. Y, a pesar de ello, mantiene con ellos una delicada intimidad de trato y les asegura que se les ha concedido conocer su secreto. Está claro, pues, que su aprendizaje no se puede evaluar con medidas humanas. Así nos lo muestra Pedro cuando, movido por una revelación, confiesa la filiación divina de Jesús, sin que la carne y la sangre hayan entendido adecuadamente el profundo significado y las graves consecuencias de este título. La plena comprensión no les llegará hasta Pentecostés, gozosa llegada del Espíritu que les explica quién es el Maestro y, sobre todo, los empuja a vivir identificados con él y con su radical entrega de vida.

Estos discípulos —Pedro, Santiago, Juan, María Magdalena…— pueden parecernos personajes del pasado, y lo son. Pero en los relatos evangélicos, todo lo que se dirige a ellos se dirige a nosotros, seguidores como ellos del único Maestro. Por eso, si nos identificamos con ellos, podremos seguir su misma escuela de vida. Cada alabanza y cada secreto forman parte de lo que los bautizados tenemos que vivir. Cada reproche y cada enseñanza es lo que aún nos falta por aprender. Como a ellos, no se nos piden méritos personales, sino que abramos nuestro corazón y dejemos que arda cuando el Resucitado nos habla al oído, cuando todo nos cae de las manos o cuando, a pesar de los obstáculos, decidimos, una vez más, vivir plenamente el Evangelio. Sabemos que llevamos el tesoro en vasijas de barro, pero también con el entusiasmo que se experimenta al encontrar la perla preciosa.

La escuela de Jesús es muy original: por muchos años que pasen, nunca salimos graduados, nunca llegamos a maestros, nunca somos bastante expertos. Siempre seremos discípulos. Con humildad y sencillez de corazón sabemos que tenemos toda la vida para aprender la riqueza insondable de Cristo. Aquí no cabe el aburrimiento o la tibieza.

Vuestro,