Fecha: 2 de octubre de 2022

Los seres humanos, desde siempre, tenemos el orgullo muy arraigado en nuestros corazones. Éste fue el primer pecado, desobedecer y querer ser como Dios. A veces tan arraigado que no somos capaces ni de verlo, y podemos pasar toda la vida sin darnos cuenta. Por eso Jesús insiste tanto en los evangelios en la imagen de los siervos, de los criados, que en tiempos de Jesús lo eran para todo lo que dispusieran sus dueños.

El evangelio de hoy nos lo recuerda con un ejemplo que pone el Señor: «Supongamos que alguien de vosotros tiene un esclavo labrando o apacentando al rebaño. Cuando él vuelve del campo, ¿le decís que entre enseguida y se siente a la mesa? ¿No le decís, más bien, que prepare la cena, que esté a punto de servirle mientras come y bebe, y que él comerá y beberá después? Y cuando el esclavo ha cumplido estas órdenes, ¿quién lo agradece? Igualmente vosotros, cuando habéis cumplido todo lo que Dios os manda, decid: «Somos siervos sin mérito alguno: no hemos hecho otra cosa que cumplir nuestro deber»» (Lc 17, 7-10).

Siervos inútiles, sin ningún mérito. Igualmente, para nosotros ésta es la lección del Maestro cuando habremos cumplido todo lo que Dios nos manda. Jesús nos está diciendo que sus discípulos somos siervos, que estamos llamados a servir, como Él. Y no podemos atribuirnos por ello ningún mérito nuestro. En otro fragmento del evangelio les dijo: “Ya sabéis que los gobernantes de las naciones las dominan como si fueran dueños… Pero entre vosotros no debe ser así: quien quiera ser importante que se haga su servidor, y quien quiera ser el primero que se haga su esclavo; como el Hijo del Hombre, que no ha venido a ser servido sino a servir, y a dar su vida como rescate por todos” (Mt. 20, 24-28).

Esto significa que los cristianos somos servidores, servidores de la Palabra de Dios, servidores del amor de Dios, de su vida, servidores los unos de los otros, portadores de esa vida a los hermanos.

Este servicio no tiene límites, no terminará nunca en este mundo. Porque somos servidores de un amor que es infinito: «como el Hijo del Hombre, que no ha venido a ser servido sino a servir, y a dar su vida como rescate por todos». Y no tiene precio, no se puede comprar ni vender, no puede pagarse. Se trata de un servicio gratuito, porque también nos ha dicho que lo que hemos recibido gratis debemos darlo gratis también.

Así, cuando lo hacemos, cuando cumplimos nuestro servicio, cuando hemos hecho lo que Dios nos manda, no podemos ponernos ninguna medalla. Ahora yo me pregunto, ¿Nos lo creemos de verdad? Reconozcamos, pues, que nos falta mucha humildad aún para llegar a ser verdaderos servidores como Jesús.