Fecha: 28 de abril de 2024

El libro de los Hechos de los Apóstoles narra unos hechos que tienen su encanto, poseen para nosotros un gran significado. En su conjunto nos da un idea global de cómo era de hecho la vida de la comunidad primera, nacida de la Resurrección.

Nos imaginamos a los cristianos de la primera hora la Iglesia de Jerusalén, murmurando unos con otros, entre preocupados y suspicaces, al enterarse de que San Pablo había decidido ir a visitarles. Muchos de ellos habían sido denunciados y hechos prisioneros por el mismo Pablo: ahora dicen que se ha convertido a la fe de Cristo… pero ¿y si no es verdad? ¿Y si la doctrina que predica no es realmente de Cristo?, ¿y si es un aprovechado? Entonces Bernabé, que ya había tratado a Pablo y había trabado con él una sincera amistad, se levantó en medio de la reunión y se atrevió a dar la cara por él: contó cómo había sido su conversión y lo que había hecho predicando el Evangelio.

Sin embargo, sabemos que más tarde Bernabé y Pablo discutieron a propósito del joven Juan Marcos. No sabemos cómo acabó el conflicto concretamente, pero no se produjo una ruptura. Cada uno siguió predicando por su camino, por un lado Pablo con otro compañero, Silas y por otro lado Bernabé con Juan Macos (cf. Act 15,34-39ss.).

Pero queremos subrayar que, si bien la propia existencia de la comunidad de los convertidos a la fe era un signo de la Resurrección, esta comunidad no era una balsa de aceite. El libro de Los Hechos de los Apóstoles no disimula los conflictos internos. Los conflictos aparecen como situaciones de búsqueda de la voluntad de Dios sobre la Iglesia. Jesús había dicho que ante todo debían amarse mutuamente como signo de que eran discípulos suyos, pero no había prometido que no tendrían problemas.

En el fondo, la cuestión era saber vivir en camino: teniendo una base de fe y de esperanza en Cristo Resucitado, la Iglesia debía mantenerse como Pueblo en camino, buscadora de la voluntad de Dios.

Se vio con toda claridad cuando el conflicto que acabó en el llamado Concilio de Jerusalén. Un conflicto que parecía estar latente siempre, por más que se iban dando soluciones sucesivas a lo largo de los años: era el problema central de la Iglesia naciente de la relación entre la nueva fe en Cristo y la tradición judía. El concilio de Jerusalén había concluido bien, con unas normas acordadas basadas en un principio doctrinal en el que todos estaban de acuerdo. Pero después sobrevino el correctivo que San Pablo tuvo que hacer a San Pedro, porque éste no había estado del todo fiel al espíritu que había inspirado el Concilio de Jerusalén. Y la presencia de los llamados “cristianos judaizantes” fue constante, en distinto grado, pero siempre sin llegar a aceptar la novedad radical de Jesucristo respecto de la Ley Antigua. (Hay que decir que el problema subsiste hoy con otros matices)

Para nosotros esto no puede ser un problema. Jesús hizo las cosas bien: de su Resurrección no salió una comunidad de fieles que actuasen al dictado. Salió una comunidad libre, que supiera dejarse llevar por el Espíritu; que supiera ser libre en obediencia activa, en obediencia practicada en la escucha de la Palabra, en la plegaria, en el diálogo, en el camino de la santidad.

Las leyes no tardaron en aparecer. Pero no eran sino escritos que permitieran preservar lo que hasta entonces el mismo Espíritu había dado a entender, incluso leyes que aseguraban la búsqueda libre de la voluntad de Dios.

La Iglesia del Resucitado sigue siendo libre y fiel.