Fecha: 8 de mayo de 2022

En la celebración de la Eucaristía del cuarto domingo del tiempo de Pascua escuchamos las palabras en las que Jesús se presenta como el Buen Pastor y celebramos en toda la Iglesia la Jornada Mundial de oración por las vocaciones. Fue el papa san Pablo VI quien, con una intuición profética, instituyó esta jornada, en la que todos somos invitados a pedir que en la Iglesia nunca falten jóvenes que, por amor a Cristo, entreguen con generosidad su vida al servicio del Reino de Dios en la vida sacerdotal, consagrada y misionera. Os pido que en las celebraciones de la Eucaristía de este domingo no os olvidéis de orar por esta intención. No hacerlo puede ser un signo de que no se valora suficientemente el testimonio que los sacerdotes, consagrados y misioneros dan a nuestro mundo siguiendo al Señor con la entrega total de su persona.

Seguramente en el origen de la crisis de vocaciones que estamos viviendo no hay una única causa, sino que son diversos los factores que influyen en el planteamiento que los jóvenes se hacen acerca de su futuro. Voy a indicar los tres que, a mi juicio, pueden influir en este fenómeno que afecta a la vida eclesial desde hace ya algunas décadas. En primer lugar, debemos reconocer que existe una crisis en la idea misma de la vida vivida como una vocación. Se trata de un fenómeno de nuestra cultura que afecta también al matrimonio y a la familia. La idea de fundar una familia ha dejado de ser una aspiración fundamental en la vida de gran parte de los jóvenes. Mientras que en la generación de nuestros padres éste era un objetivo que daba sentido a su existencia y al que se subordinaban todos los demás elementos, como puede ser el trabajo, actualmente para muchos es un elemento secundario: se priorizan otras dimensiones de la vida y se plantea la posibilidad de la familia como un elemento secundario.

En segundo lugar, no podemos dejar de reconocer que la vivencia de la fe es para nuestra cultura un elemento muy secundario. La secularización ambiental, que ha tenido como consecuencia que la fe haya dejado de ser para muchos el elemento que da sentido y desde el que se configuran todas las otras dimensiones de la vida, lleva a una pérdida del sentido trascendente de la existencia y a que se prioricen aquellos objetivos que tienen resultados inmediatos y constatables. Incluso muchas personas que se entregan al servicio de los demás lo hacen desde el horizonte de un progreso intramundano. A muchos les resulta difícil entender la utilidad de una vida entregada al anuncio del Evangelio, que nos habla de la Vida eterna.

Pero no debemos pensar que las causas de esta crisis están únicamente fuera de la Iglesia. También los sacerdotes y los consagrados debemos hacer nuestro propio examen de conciencia y preguntarnos por qué nuestra vida ha dejado de interrogar a los jóvenes. Nos tendríamos que plantear, por ejemplo, si vivimos nuestra vocación testimoniando la alegría del Evangelio; si las personas que se acercan a nosotros perciben autenticidad y coherencia entre lo que vivimos y lo que anunciamos; si nos ven como servidores del Pueblo de Dios con actitud de disponibilidad; si damos la imagen de funcionarios de lo sagrado o si nos comportamos como testigos de la fe que dejan huella en los demás. Ciertamente, ninguno de nosotros somos perfectos, pero estos interrogantes nos deberían acompañar siempre si queremos vivir nuestra vocación cada día con más autenticidad.