Fecha: 8 de marzo de 2020

La Cuaresma es un tiempo de gracia. Esta nos llega por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos. En la reflexión de la semana pasada os invitaba a que en medio de tantos mensajes que recibimos no olvidemos que la Palabra que más necesitamos, porque es la que nos aporta la paz que desea nuestro corazón, es el Evangelio; y a que la Cuaresma sea una ocasión para escucharlo, meditarlo y acogerlo. La Palabra de Dios es viva y eficaz: no pretende únicamente darnos una información sobre Dios o sobre las verdades de nuestra fe. Está dirigida a nuestra vida y tiene poder para transformarla. Quien de verdad se abre al Evangelio siente el deseo de avanzar en el seguimiento de Jesucristo e inicia un camino de conversión.

En este camino el creyente pasa por distintos momentos. En primer lugar descubre la distancia que hay entre la grandeza del amor de Dios y la pobre respuesta a ese amor. Santa Teresa de Jesús, en el Libro de la Vida nos narra que lo que más le dolía era que había sido ingrata a Dios, es decir, que no había correspondido a su amor como debería. A mi modo de ver, aquí está la esencia del pecado. Solo cuando descubrimos que nuestra vida no es otra cosa que una historia de gracia por parte de Dios, y que nuestra respuesta no debería ser otra que el agradecimiento, experimentamos la necesidad de pedirle perdón y reconciliarnos con Él.

El reconocimiento de nuestro pecado como ingratitud nos lleva a una correcta comprensión de la vida cristiana y de la vocación a la santidad a la que todos los bautizados estamos llamados: esta no consiste en un camino de auto superación que debemos recorrer confiados únicamente en las propias fuerzas, y que tiene como meta la satisfacción de haber alcanzado un objetivo humano o, lo que sería peor, el orgullo del fariseo que se considera mejor que los demás; sino que es un proceso de crecimiento en la amistad con Dios. Un santo es un buen amigo de Dios, que sabe que esa amistad es el tesoro más grande y prefiere perderlo todo antes que alejarse de Él. Nuestro camino de perfección no es otra cosa que crecer siempre más en la amistad con Dios. Quien vive desde esta convicción descubre también que necesita ser perdonado, porque constantemente estamos faltando a esa amistad.

El Evangelio, que nos denuncia nuestras infidelidades al amor de Dios, nos anuncia también su fidelidad para que no vivamos en el temor sino en la confianza en Él. En la Cruz de Cristo descubrimos que el pecado de la humanidad no le ha llevado a dejar de amarnos, sino a mostrarnos con más claridad su amor y su gracia. Esta fidelidad le lleva a tener un corazón misericordioso con nosotros y a ofrecernos sin cansarse la gracia del perdón. Su deseo de reconciliación es más fuerte que nuestro pecado. Como dijo el papa Francisco, no olvidemos que Él no se cansa nunca de perdonarnos; a menudo somos nosotros quienes nos cansamos de pedirle perdón. Por ello, os invito a que durante este tiempo de Cuaresma nos abramos al perdón que Dios nos ofrece celebrando el sacramento de la Penitencia para crecer en Su amistad.