Fecha: 31 de octubre de 2021

Durante la procesión de entrada de la Eucaristía estacional en la Catedral, hace quince días, cuando iniciamos la fase del Sínodo en nuestra Diócesis, íbamos cantando las letanías de los santos. Invocábamos aquellos y aquellas que son también miembros de la Iglesia, los más grandes, para que desde el cielo nos acompañaran, nos ayudaran y nos protegieran. Recordábamos sus nombres y contestábamos: «¡Ruega por nosotros!». Mañana los celebramos unidos en una única solemnidad: «Todos los santos y santas de Dios, ¡rogad por nosotros!».

Los santos nos ayudan a celebrar el Sínodo con alegría para discernir lo que Dios quiere hoy de nosotros. Ellos, con sus méritos unidos a los de Jesucristo, el único mediador y redentor, nos aportan el perdón de los pecados, el aumento de gracia y el premio de la vida eterna. Y nos hacen llegar la gran verdad: que la santidad es posible en todos los estados de vida y en toda circunstancia. «¡Todos podemos ser santos!» proclama el Papa Francisco. «Todos los cristianos, como bautizados, tienen una igual dignidad ante el Señor y los une una misma vocación, que es la santidad». Los santos no son héroes, sino pecadores que siguen a Jesús por el camino de la humildad y de la cruz. «La santidad, dice el Papa, es el rostro más bello de la Iglesia: es descubrirse en comunión con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se entiende, pues, que la santidad no es una prerrogativa sólo de algunos: es un don que se ofrece a todos, nadie está excluido; por eso constituye el carácter distintivo de todo cristiano». La santidad es vivir con amor y ofrecer el testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día donde estamos llamados a convertirnos en santos. Cada uno en las condiciones en que se encuentra.

Según el Santo Padre Francisco, hay cinco grandes manifestaciones de la santidad, es decir del genuino amor a Dios y al prójimo. 1.- La paciencia y la mansedumbre, que nos ayudan a soportar las contrariedades, las inestabilidades de la vida, así como las agresiones de los otros, sus infidelidades y defectos. 2.- La alegría y el buen humor. Hay que vivir iluminando con la propia fe el espíritu de los demás, de manera positiva y esperanzada. 3.- El santo debe ser audaz, entusiasta, debe hablar con libertad y tener celo apostólico y evangelizador. 4.- Necesitamos la ayuda de los demás, de la Iglesia, para vencer en nuestras propias luchas. No podemos aislarnos, hay que aprender a ayudar y a dejarnos ayudar. La santidad es personal, pero se logra junto con la comunidad creyente. Y 5.- La santidad se hace fuerte y crece en la medida en que estamos del todo unidos a Dios por la oración y la adoración del Señor.

La fiesta de Todos los Santos nos lleva a desear ser más amigos de Jesús y a estarle unidos, como lo estuvieron los santos y las santas de Dios, ejemplares testigos de fe y de amor en las diferentes épocas en que vivieron. Nada se perderá y Dios hará «que todo sea nuevo» (Ap 21,5). Alegrémonos por la fiesta de mañana. No la confundamos con el día de los difuntos, que se celebra litúrgicamente al día siguiente. El día 1 cantamos la gloria que ya poseen los hermanos que han vivido las bienaventuranzas (Mt 5,1ss). Alabemos a los santos y pidamos que nos acompañen y protejan, y que un día nos reciban en la gloria. Así lo proclama la liturgia en la muerte de un bautizado: «Que los ángeles te acompañen al Paraíso, que a tu llegada te reciban los mártires, y te hagan entrar en la ciudad santa de Jerusalén».