Fecha: 28 de febrero de 2021

El pasado 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, el papa Francisco anunciaba la celebración de un año dedicado a san José, recordando que hace 150 años el beato Pío IX lo declaró Patrono de la Iglesia Católica. Dedicaremos algunos domingos a glosar su figura, uniéndonos así a esta celebración jubilar. A pesar de que los textos evangélicos lo mencionan en pocas ocasiones, por lo que su figura queda oculta si la comparamos con otros personajes, nos ofrecen suficientes datos para comprender la grandeza de su fe y la importancia de su misión en la Historia de la Salvación.

A sus contemporáneos, que seguramente desconocían los acontecimientos relativos a la concepción y el nacimiento de Jesús, la persona y la vida de José no les llamaría la atención. Lo verían como un hombre justo; como buen padre de familia, que cuidaba de su esposa y de su hijo, piadoso y observante de la ley; como un carpintero honrado que vivía de su trabajo. Por eso su figura resulta cercana a la mayoría de los cristianos que viven la fe de un modo discreto, sin ningún afán de protagonismo, sin hacer cosas externamente llamativas y que pasan desapercibidos. No es extraño, por tanto, que sea un santo tan amado por el pueblo cristiano y despierte tanta confianza en los creyentes sencillos que, en los momentos decisivos y especialmente en la hora de la muerte, se encomiendan a él.

Sin embargo, el hecho de estar en un segundo plano no significa que su tarea fuera secundaria a los ojos de Dios, que había pensado en él para una misión única, complementaria y en cierto modo semejante a la que tenía que realizar María: ser el esposo de la Madre del Señor y asumir la responsabilidad de ser su padre humano. Vivió esta paternidad sin ningún protagonismo, convirtiendo su vocación a formar una familia en una oblación sobrehumana y poniendo su capacidad de amar al servicio de María y de Jesús.

Cuando Dios elige a alguien para una misión especial nunca obliga, sino que pide el consentimiento, poniendo así a prueba su fe. Para ser padre de un gran pueblo, Abraham debe mostrar su fe obedeciendo a Dios cuando le pide a su hijo Isaac en sacrificio. La fe de María la descubrimos en el momento de la Anunciación: su respuesta al ángel es un acto de fe, de confianza y de obediencia a Dios, a pesar de que no todo resulta claro. También a José se le pide un acto de fe: en el momento de mayor desconcierto de su vida, Dios le pide que acoja a María y al niño que ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. En esa situación de oscuridad se manifiesta la grandeza de la fe de José, que se traduce en obediencia a Dios en toda circunstancia: en la huida a Egipto, en el regreso a la tierra de Israel y en la decisión de establecerse en Nazaret.

José vivió una fe plena porque toda su vida fue una obediencia de Dios. Aprendamos de él que la grandeza de la fe no se mide por las apariencias externas, sino por la autenticidad de la obediencia a la voluntad de Dios en la vida de cada día.