Fecha: 9 de febrero de 2020
Los años en que se celebraba el Concilio Vaticano II fueron apasionantes. Muchos de nosotros éramos jóvenes estudiantes de bachiller. El director del colegio donde estudié era un entusiasta convencido del bien que el Concilio traería a la Iglesia. Reunía a los “mayores” periódicamente, a medida que se iban celebrando las sesiones conciliares, para informarnos y explicarnos las grandes novedades. Sin entender demasiado lo que aquel gran religioso y sacerdote marianista quería explicarnos, gracias a su insistencia y empeño, todos salíamos con una cosa clara, la única idea que recuerdo de todas aquellas explicaciones: “todos los bautizados, antes que jerarquía o vocacionados específicamente, somos Pueblo de Dios, un único Pueblo”.
Aquello sonaba muy bien. Tenía aires de reconocimiento de derechos y de llamada a la acción. Algún grupo de jóvenes que se formó en el seno de alumnos y exalumnos del colegio ya había hecho una opción política a favor de la democracia, contra el régimen, y funcionaba de una manera muy autogestionaria. Era un ejemplo de tantos grupos e iniciativas que surgieron en el seno de la Iglesia durante más de dos décadas, animados por el mismo espíritu de reafirmación del propio valor y de acción transformadora de la realidad social y eclesial.
Todos tenemos interesantes recuerdos de aquellos años. Una memoria que no hemos de perder. Los grandes mensajes de las constituciones “La Iglesia” y “La Iglesia en el mundo actual” inspiraron una multitud de iniciativas laicales y transformadoras. Aunque no han faltado estudios sobre lo que vivió la Iglesia en aquel período, todavía falta una investigación seria y global al respecto. Fue una época de grandes iniciativas, pero no carente de ambigüedades y conflictos.
Hoy todavía recibimos ecos de aquella época; ecos de su riqueza y de su ambigüedad. Así, por ejemplo, después de tantos años transcurridos desde el Concilio, todavía seguimos oyendo quejas acerca de la falta de laicos conscientes y activos en la Iglesia y en el mundo. Una queja que, sin embargo, ha de reconocer que hoy los laicos, que siguen activos en la Iglesia, se formaron mayoritariamente en aquella época posterior al Concilio. Más aún, los llamados “nuevos movimientos” o similares, que han sido recientemente una fuerza considerable en la Iglesia son todos de inspiración laical.
En este sentido resulta de sumo interés analizar por qué hoy nos faltan laicos conscientes y comprometidos en la Iglesia. Este análisis es una tarea ineludible, pero que sobrepasa los límites de estas líneas. El caso es que llega el momento de recuperar los grandes mensajes del concilio Vaticano II en su pureza y con su fuerza; es decir, con la luminosidad y la verdad con que entonces fueron inspirados por el Espíritu.
A pesar del deseo de que haya más laicos conscientes y activos en la Iglesia, y la llamada a su promoción, que resuena en la Iglesia, hemos de reconocer que su existencia es una gran riqueza. Solo que se hallan dispersos y faltos de una consciencia de formar parte, ser protagonistas, de la vida del Pueblo de Dios en su ámbito específico, que es el mundo.
Los laicos son Iglesia en el mundo, presencia activa, iluminadora y transformadora de la Iglesia en el mundo. Un mundo que en su inmensidad necesita urgentemente luz y fuerza transformadora en dos de sus ámbitos más importantes: el mundo social y el mundo educativo. Allí han de ser los laicos luz, levadura y sal.