Queridos hermanos y hermanas:
Aunque ya han pasado varios días desde mi regreso, deseo dedicar la catequesis de hoy, como de costumbre, al viaje apostólico que realicé a la Organización de las Naciones Unidas y a Estados Unidos del 15 al 21 de abril. Ante todo renuevo mi más cordial agradecimiento a la Conferencia episcopal estadounidense, así como al presidente Bush, por haberme invitado y por la cálida acogida que me brindaron. Pero quisiera extender mi agradecimiento a todos los que, en Washington y en Nueva York, acudieron a saludarme y a manifestar su amor al Papa, y a los que me acompañaron y apoyaron con la oración y con el ofrecimiento de sus sacrificios.
Como es sabido, la ocasión de la visita fue el bicentenario de la elevación de la primera diócesis del país, Baltimore, a sede metropolitana, y de la fundación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville. Por eso, en este aniversario típicamente eclesial, tuve la alegría de visitar personalmente, por primera vez como sucesor de Pedro, al querido pueblo de Estados Unidos, para confirmar en la fe a los católicos, para renovar e incrementar la fraternidad con todos los cristianos, y para anunciar a todos el mensaje de «Cristo, nuestra esperanza», como rezaba el lema del viaje.
En el encuentro con el señor presidente, en su residencia, rendí homenaje a ese gran país, que desde los inicios se edificó sobre la base de una feliz conjugación entre principios religiosos, éticos y políticos, y que sigue siendo un ejemplo válido de sana laicidad, donde la dimensión religiosa, en la diversidad de sus expresiones, no sólo se tolera, sino que también se valora como «alma» de la nación y garantía fundamental de los derechos y los deberes del hombre. En ese contexto la Iglesia puede desempeñar con libertad y compromiso su misión de evangelización y promoción humana, y también de «conciencia crítica», contribuyendo a la construcción de una sociedad digna de la persona humana y, al mismo tiempo, estimulando a un país, como Estados Unidos, al que todos consideran como uno de los principales actores del escenario internacional, hacia la solidaridad global, cada vez más necesaria y urgente, y hacia el ejercicio paciente del diálogo en las relaciones internacionales.
Naturalmente, la misión y el papel de la comunidad eclesial estuvieron en el centro del encuentro con los obispos, que tuvo lugar en el santuario nacional de la Inmaculada Concepción, en Washington. En el contexto litúrgico de las Vísperas, alabamos al Señor por el camino recorrido por el pueblo de Dios en Estados Unidos, por el celo de sus pastores, y por el fervor y la generosidad de sus fieles, que se manifiesta en la elevada y abierta consideración de la fe y en innumerables iniciativas caritativas y humanitarias en el país y en el extranjero.
Al mismo tiempo, apoyé a mis hermanos en el episcopado en su difícil tarea de sembrar el Evangelio en una sociedad marcada por muchas contradicciones, que amenazan la coherencia de los católicos e incluso del clero. Los animé a elevar su voz sobre las cuestiones morales y sociales actuales y a formar a los fieles laicos para que sean buena «levadura» en la comunidad civil, desde la célula fundamental que es la familia. En este sentido, los exhorté a volver a proponer el sacramento del matrimonio como don y compromiso indisoluble entre un hombre y una mujer, ámbito natural de acogida y de educación de los hijos. La Iglesia y la familia, juntamente con la escuela, especialmente la de inspiración cristiana, deben cooperar para impartir a los jóvenes una sólida educación moral, pero en esta tarea también tienen una gran responsabilidad los agentes de la comunicación y del entretenimiento.
Pensando en el doloroso caso de los abusos sexuales a menores cometidos por ministros ordenados, expresé a los obispos mi cercanía, animándolos en el compromiso de curar las heridas y de reforzar las relaciones con sus sacerdotes. Respondiendo a algunas preguntas planteadas por los obispos, subrayé algunos aspectos importantes: la relación intrínseca entre el Evangelio y la «ley natural»; la sana concepción de la libertad, que se comprende y se realiza en el amor; la dimensión eclesial de la experiencia cristiana; la exigencia de anunciar de manera nueva, en especial a los jóvenes, la «salvación» como plenitud de vida, y de educar en la oración, de la que brotan las respuestas generosas a la llamada del Señor.
En la grande y festiva celebración eucarística en el estadio Nationals Park de Washington invocamos al Espíritu Santo sobre toda la Iglesia que está en Estados Unidos para que, firmemente arraigada en la fe transmitida por los padres, profundamente unida y renovada, afronte los desafíos presentes y futuros con valentía y esperanza, la esperanza que «no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5).
Ciertamente, uno de estos desafíos es el de la educación; por eso, en la Universidad católica de América me reuní con los rectores de universidades y de centros universitarios católicos, con los responsables diocesanos de la enseñanza, y con los representantes de los profesores y los alumnos. La tarea educativa es parte integrante de la misión de la Iglesia, y la comunidad eclesial estadounidense siempre se ha comprometido mucho en este campo, prestando al mismo tiempo un gran servicio social y cultural a todo el país. Es importante que esto continúe. También es importante cuidar la calidad de los centros católicos de enseñanza, para que en ellos se forme a las personas verdaderamente según «la medida de la madurez» de Cristo (cf. Ef 4, 13), conjugando fe y razón, libertad y verdad. Por tanto, con alegría confirmé a los formadores en su valioso compromiso de caridad intelectual.
En un país con una vocación multicultural, como Estados Unidos, asumieron un relieve especial los encuentros con los representantes de otras religiones: en Washington, en el Centro cultural Juan Pablo II, con judíos, musulmanes, hindúes, budistas y jainistas; y en Nueva York, la visita a la Sinagoga. Momentos —especialmente este último— muy cordiales, que confirmaron el compromiso común por el diálogo y la promoción de la paz y de los valores espirituales y morales. En la que puede considerarse como la patria de la libertad religiosa, recordé que es preciso defender siempre esta libertad con un esfuerzo conjunto, para evitar toda forma de discriminación y prejuicio. Y puse de relieve la gran responsabilidad de los líderes religiosos, tanto al enseñar el respeto y la no violencia, como al mantener vivos los interrogantes más profundos de la conciencia humana. También la celebración ecuménica en la iglesia parroquial de San José se caracterizó por una gran cordialidad. Juntos oramos al Señor para que aumente en los cristianos la capacidad de dar razón, también con una unidad cada vez mayor, de su única gran esperanza (cf. 1 P 3, 15), basada en la fe común en Jesucristo.
Otro objetivo principal de mi viaje fue la visita a la sede central de la ONU: la cuarta visita de un Papa, después de la de Pablo VI en 1965 y de las dos de Juan Pablo II, en 1979 y en 1995. En el sexagésimo aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, la Providencia me permitió confirmar, en la más amplia y autorizada asamblea supranacional, el valor de esa Carta, recordando su fundamento universal, es decir, la dignidad de la persona humana, creada por Dios a su imagen y semejanza para cooperar en el mundo en su gran designio de vida y de paz.
Al igual que la paz, también el respeto de los derechos humanos está arraigado en la «justicia», es decir, en un orden ético válido para todos los tiempos y para todos los pueblos, que se puede resumir en la célebre máxima: «No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti», o expresada de manera positiva con las palabras de Jesús: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Sobre esta base, que constituye la contribución típica de la Santa Sede a la Organización de las Naciones Unidas, renové, y vuelvo a renovar hoy, el compromiso efectivo de la Iglesia católica de contribuir a reforzar relaciones internacionales caracterizadas por los principios de responsabilidad y solidaridad.
En mi corazón han quedado fuertemente grabados también otros momentos de mi permanencia en Nueva York. En la catedral de San Patricio, en el corazón de Manhattan —verdaderamente una «casa de oración para todos los pueblos»—, celebré la santa misa con los sacerdotes y los consagrados, que acudieron de todas las partes del país. No olvidaré nunca la cordialidad con que me felicitaron por el tercer aniversario de mi elección a la sede de Pedro. Fue un momento conmovedor, en el que experimenté de manera sensible todo el apoyo de la Iglesia a mi ministerio. Lo mismo puedo decir del encuentro con los jóvenes y los seminaristas, que se celebró precisamente en el seminario diocesano, precedido por una cita muy significativa con muchachos y jóvenes discapacitados, acompañados de sus familiares.
A los jóvenes, que por naturaleza tienen sed de verdad y de amor, les propuse algunas figuras de hombres y mujeres que han testimoniado de manera ejemplar el Evangelio en tierra estadounidense, el Evangelio de la verdad que hace libres en el amor, en el servicio, en la vida entregada por los demás. Al ver las tinieblas que hoy amenazan su vida, los jóvenes pueden encontrar en los santos la luz que las disipa: la luz de Cristo, esperanza para todo hombre.
Esta esperanza, más fuerte que el pecado y la muerte, animó el momento lleno de emoción que pasé en silencio en el cráter de la Zona Cero, donde encendí un cirio orando por todas las víctimas de esa terrible tragedia.
Por último, mi visita culminó con la celebración eucarística en el Yankee Stadium de Nueva York: llevo todavía en el corazón esa fiesta de fe y de fraternidad, con la que celebramos el bicentenario de las diócesis más antiguas de Estados Unidos. El pequeño rebaño de los orígenes se ha desarrollado enormemente, enriqueciéndose con la fe y las tradiciones de sucesivas oleadas de inmigración. A esa Iglesia, que ahora afronta los desafíos del presente, tuve la alegría de anunciar nuevamente a «Cristo nuestra esperanza» ayer, hoy y siempre.
Queridos hermanos y hermanas, os invito a uniros a mí en la acción de gracias por el alentador resultado de este viaje apostólico y en la súplica a Dios, por intercesión de la Virgen María, para que produzca abundantes frutos para la Iglesia en Estados Unidos y en todas las partes del mundo.
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