Queridos hermanos y hermanas:

Como es costumbre después de los viajes apostólicos internacionales, aprovecho la audiencia general para hablar de la peregrinación que realicé en los días pasados a la República Checa. Lo hago ante todo como acción de gracias a Dios, que me concedió realizar esta visita y que la bendijo ampliamente. Fue una verdadera peregrinación y, al mismo tiempo, una misión en el corazón de Europa: peregrinación, porque Bohemia y Moravia son desde hace más de un milenio tierra de fe y de santidad; misión, porque Europa necesita volver a encontrar en Dios y en su amor el fundamento firme de la esperanza. No es casual que los santos evangelizadores de aquellas poblaciones, Cirilo y Metodio, sean patronos de Europa juntamente con san Benito. «El amor de Cristo es nuestra fuerza»: este fue el lema del viaje, una afirmación que recuerda la fe de tantos testigos heroicos del pasado remoto y reciente —pienso de modo particular en el siglo pasado—, pero que sobre todo quiere interpretar la certeza de los cristianos de hoy. Sí, nuestra fuerza es el amor de Cristo. Una fuerza que inspira y anima las verdaderas revoluciones, pacíficas y liberadoras, nos sostiene en los momentos de crisis y nos permite volver a levantarnos cuando la libertad, arduamente recuperada, corre el riesgo de perderse a sí misma, de perder su propia verdad.

La acogida que me dispensaron fue cordial. El presidente de la República, a quien renuevo la expresión de mi agradecimiento, quiso estar presente en varios momentos y me recibió junto con mis colaboradores en su residencia, el histórico Castillo de la capital, con gran cordialidad. Toda la Conferencia episcopal, y de modo especial el cardenal arzobispo de Praga y el obispo de Brno, me hicieron sentir, con gran afecto, el vínculo profundo que une a la comunidad católica checa con el Sucesor de san Pedro. Les agradezco también por haber preparado con esmero las celebraciones litúrgicas. También expreso mi agradecimiento a todas las autoridades civiles y militares, y a cuantos de distintas formas cooperaron al éxito de mi visita.

El amor de Cristo comenzó a revelarse en el rostro de un Niño: al llegar a Praga, la primera etapa fue en la iglesia de Santa María de la Victoria, donde se venera al Niño Jesús, conocido precisamente como «Niño de Praga». Esa imagen remite al misterio del Dios hecho hombre, al «Dios cercano», fundamento de nuestra esperanza. Ante el «Niño de Praga» recé por todos los niños, por sus padres, por el futuro de la familia. La verdadera «victoria», que hoy pedimos a María, es la victoria del amor y de la vida en la familia y en la sociedad.

El Castillo de Praga, extraordinario tanto desde el punto de vista histórico como arquitectónico, sugiere una ulterior reflexión más general: contiene en su vastísimo espacio múltiples monumentos, ambientes e instituciones, casi representando una polis, en la que conviven en armonía la catedral y el palacio, la plaza y el jardín. Así, en ese mismo contexto, mi visita pudo tocar el ámbito civil y el religioso, no yuxtapuestos, sino en cercanía armónica dentro de la distinción. Por tanto, dirigiéndome a las autoridades políticas y civiles y al Cuerpo diplomático, quise referirme al vínculo indisoluble que debe existir siempre entre la libertad y la verdad. No hay que tener miedo a la verdad, porque es amiga del hombre y de su libertad; más aún, sólo en la búsqueda sincera de la verdad, del bien y de la belleza se puede ofrecer realmente un futuro a los jóvenes de hoy y a las futuras generaciones.

Por lo demás, ¿qué es lo que atrae a tantas personas a Praga sino su belleza, una belleza que no es sólo estética, sino histórica, religiosa, humana en sentido amplio? Quien ejerce responsabilidad en el campo político y educativo debe ser capaz de encontrar la luz en aquella verdad que es el reflejo de la Sabiduría eterna del Creador; y está llamado a dar testimonio de ella en primera persona con su propia vida. Sólo un compromiso serio de rectitud intelectual y moral es digno del sacrificio de cuantos han pagado caro el precio de la libertad.

Símbolo de esta síntesis entre verdad y belleza es la espléndida catedral de Praga, dedicada a los santos Vito, Wenceslao y Adalberto; en ella tuvo lugar la celebración de las Vísperas con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas y una representación de los laicos comprometidos en las asociaciones y movimientos eclesiales. Las comunidades de Europa centro-oriental están viviendo un momento difícil: a las consecuencias del largo invierno del totalitarismo ateo se están añadiendo los efectos nocivos de un cierto laicismo y consumismo occidental. Por eso animé a todos a sacar nuevas energías del Señor resucitado, para poder ser levadura evangélica en la sociedad y comprometerse, como ya sucede, en actividades caritativas, y aún más en las educativas y escolares.

Este mensaje de esperanza, fundado en la fe en Cristo, lo extendí a todo el pueblo de Dios en las dos grandes celebraciones eucarísticas que tuvieron lugar respectivamente en Brno, capital de Moravia, y en Stará Boleslav, lugar del martirio de san Wenceslao, patrono principal de la nación. Moravia hace pensar inmediatamente en san Cirilo y san Metodio, evangelizadores de los pueblos eslavos y, por tanto, en la fuerza inagotable del Evangelio, que como un río de aguas curativas atraviesa la historia y los continentes, llevando a todas partes vida y salvación. Sobre el portal de la catedral de Brno están impresas las palabras de Cristo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Estas mismas palabras resonaron el domingo pasado en la liturgia, recordando la voz perenne del Salvador, esperanza de los hombres ayer, hoy y siempre. Del señorío de Cristo, señorío de gracia y de misericordia, es signo elocuente la existencia de los santos patronos de las diversas naciones cristianas, como es el caso de san Wenceslao, joven rey de Bohemia del siglo X, que se distinguió por su testimonio cristiano ejemplar y fue asesinado por su hermano. San Wenceslao antepuso el reino de los cielos a la fascinación del poder terreno y ha permanecido para siempre en el corazón del pueblo checo como modelo y protector en las diferentes vicisitudes de la historia. A los numerosos jóvenes presentes en la misa de san Wenceslao, procedentes también de las naciones vecinas, dirigí la invitación a reconocer en Cristo al amigo más verdadero, que colma los anhelos más profundos del corazón humano.

Por último, debo mencionar, entre otros, dos encuentros: el ecuménico y el que celebré con la comunidad académica. En el primero, que tuvo lugar en el arzobispado de Praga, participaron los representantes de las distintas comunidades cristianas de la República Checa y el responsable de la comunidad judía. Pensando en la historia de ese país, que por desgracia ha conocido ásperos conflictos entre cristianos, es motivo de vivo agradecimiento a Dios el habernos reunido como discípulos del único Señor, para compartir la alegría de la fe y la responsabilidad histórica frente a los desafíos actuales. El esfuerzo de progresar hacia una unidad cada vez más plena y visible entre nosotros, creyentes en Cristo, hace más fuerte y eficaz el compromiso común en favor del redescubrimiento de las raíces cristianas de Europa.

Este último aspecto, que tanto interesaba a mi amado predecesor Juan Pablo II, se abordó también en el encuentro con los rectores de las universidades, los representantes de los profesores y de los estudiantes y otras personalidades destacadas en el ámbito cultural. En ese contexto quise insistir en el papel de la institución universitaria, una de las estructuras básicas de Europa, que tiene en Praga uno de los ateneos más antiguos y prestigiosos del continente, la universidad Carlos, así llamada por el nombre del emperador Carlos IV que la fundó, junto con el Papa Clemente VI. La universidad de los estudios es un ambiente vital para la sociedad, garantía de libertad y de desarrollo, como lo demuestra el hecho de que precisamente en los círculos universitarios se puso en marcha, en Praga, la llamada «Revolución de terciopelo». Veinte años después de aquel histórico acontecimiento, volví a proponer la idea de la formación humana integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad, para contrarrestar una nueva dictadura, la del relativismo unido al dominio de la técnica. La cultura humanística y la científica no pueden estar separadas; más aún, son las dos caras de una misma medalla: nos lo recuerda una vez más la tierra checa, patria de grandes escritores como Kafka, y del abad Mendel, pionero de la genética moderna.

Queridos amigos, doy gracias al Señor porque, con este viaje, me permitió encontrar un pueblo y una Iglesia de profundas raíces históricas y religiosas, que conmemora este año varios aniversarios de alto valor espiritual y social. A los hermanos y hermanas de la República Checa renuevo un mensaje de esperanza y una invitación a la valentía del bien, para construir el presente y el mañana de Europa. Encomiendo los frutos de mi visita pastoral a la intercesión de María santísima y de todos los santos y las santas de Bohemia y Moravia. Gracias.

 

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