¡Queridos hermanos y hermanas!

A finales de la semana pasada fui a Marsella para participar en la conclusión de los Rencontres Méditerranéennes, que han involucrado a obispos y alcaldes de la zona mediterránea, junto con numerosos jóvenes, para que la mirada se abriera al futuro. En efecto, el evento de Marsella se titulaba “Mosaico de esperanza”. Este es el sueño, este es el desafío: que el Mediterráneo recupere su vocación, de ser laboratorio de civilización y de paz.

¡El Mediterráneo, lo sabemos, es cuna de civilización, y una cuna es para la vida! No es tolerable que se convierta en tumba, y tampoco en lugar de conflicto. El Mar Mediterráneo es lo más opuesto que hay al enfrentamiento entre civilizaciones, a la guerra, a la trata de seres humanos. Es exactamente lo contrario, porque el Mediterráneo comunica África, Asia y Europa; el norte y el sur, oriente y occidente; las personas y las culturas, los pueblos y las lenguas, las filosofías y las religiones. Cierto, el mar siempre es de alguna manera un abismo que superar, e incluso puede llegar a ser peligroso. Pero sus aguas custodian tesoros de vida, sus olas y sus vientos llevan embarcaciones de todo tipo.

Desde su costa oriental, hace dos mil años, partió el Evangelio de Jesucristo.

Su anuncio, naturalmente, no sucede por arte de magia y no se logra de una vez por todas. Es el fruto de un camino en el que toda generación está llamada a recorrer un tramo, leyendo los signos de los tiempos en los que vive.

El encuentro de Marsella viene después de otros similares que tuvieron lugar en Bari en 2020 y en Florencia el año pasado. No ha sido un evento aislado, sino el paso adelante de un itinerario, que tuvo sus inicios en los “Coloquios Mediterráneos” organizados por el alcalde Giorgio La Pira, en Florencia, a finales de los ’50 del siglo pasado. Un paso adelante para responder, hoy, al llamamiento lanzado por san Pablo VI en su encíclica Populorum progressio, a promover «un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44).

Del evento de Marsella, ¿qué ha salido? Ha salido una mirada al Mediterráneo que definiría simplemente humano, no ideológico, no estratégico, no políticamente correcto ni instrumental, humano, es decir capaz de referirlo todo al valor primario de la persona humana y de su inviolable dignidad. Al mismo tiempo salió una mirada de esperanza. Esto es hoy muy sorprendente: cuando escuchas los testimonios que han atravesado situaciones deshumanas o que las han compartido, y precisamente de ellos recibes una “profesión de esperanza”. Y también es una mirada de fraternidad.

Hermanos y hermanas, esta esperanza, esta fraternidad, no debe “volatizarse”, no, al contrario, debe organizarse, concretizarse en acciones a largo, medio y corto plazo. Para que las personas, en plena dignidad, puedan elegir emigrar o no emigrar. El Mediterráneo debe ser un mensaje de esperanza.

Pero hay otro aspecto complementario: es necesario volver a dar esperanza a nuestras sociedades europeas, especialmente a las nuevas generaciones. De hecho, ¿cómo podemos acoger a los otros, si no tenemos nosotros antes un horizonte abierto al futuro? Los jóvenes pobres de esperanza, cerrados en lo privado, preocupados por gestionar su precariedad, ¿cómo pueden abrirse al encuentro y al compartir? Nuestras sociedades muchas veces enfermas de individualismo, de consumismo y de vacías evasiones necesitan abrirse, oxigenar el alma y el espíritu, y entonces podrán leer la crisis como oportunidad y afrontarla de forma positiva.

Europa necesita volver a encontrar pasión y entusiasmo, y en Marsella puedo decir que los he encontrado: en su pastor, el cardenal Aveline, en los sacerdotes y en los consagrados, en los fieles laicos comprometidos en la caridad, en la educación, en el pueblo de Dios que ha demostrado gran calor en la misa en el Estadio Vélodrome. Doy las gracias a todos ellos y al presidente de la República, que con su presencia ha testimoniado la atención de toda Francia en el evento de Marsella. Pueda la Virgen, que los marselleses veneran como Notre-Dame de la Garde, acompañar el camino de los pueblos del Mediterráneo, para que esta región se convierta en lo que desde siempre ha estado llamada a ser: un mosaico de civilización y de esperanza.

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