Fecha: 31 de enero de 2021

Contemplando la bella escena de la presentación de Jesús en el Templo, recordamos especialmente en la Iglesia la Vida Consagrada y a nuestros hermanos mayores.

En la fiesta de la Presentación somos más conscientes de que el objetivo de nuestra vida, de toda la vida y de todos nosotros, es llegar a ser consagrados. Jesús oraba al Padre diciendo: “Por ellos me consagro, para ellos también sean consagrados… conságralos en la verdad, que es tu Palabra” (Jn 17,19) La palabra “consagrar”, en el Evangelio de San Juan, viene a ser sinónimo de “santificar, ser santo”, ser o pertenecer a Dios (único santo), una condición que se proyecta en el cumplimiento de los mandamientos (el amor) y en la misión. Así, aquello que hacen los religiosos, especialmente consagrados, profesando unos votos, en un acto consciente y libre, comprometidos para toda la vida, lo hacemos todos los bautizados a lo largo de nuestra existencia, más o menos conscientemente, según las vicisitudes que la historia nos depara.

Esto se ve claramente en la vivencia del amor. Los religiosos se comprometen a vivir el amor definitivo y absoluto ya, aunque todos hemos de acabar viviendo ese mismo amor mezclado con otros “amores”, con apoyaturas, compensaciones y con riesgos constantes. Llegados a la última etapa de nuestra vida nos hemos de preguntar cómo ha ido ese itinerario de amor, si llegamos a consagrarnos absolutamente a él.

Tiene sentido, pues, este fragmento de la oración que se propone para este día de la Vida Consagrada:

“Envíanos tu Espíritu, para romper las barreras que nos atan y empeñarnos en la construcción del sueño de una nueva fraternidad; que nuestras vidas sean signos proféticos, que derraman lo mejor de sí, para que este «mundo herido» recupere la savia del amor sincero

Pedimos al Padre por la Vida Consagrada en la Iglesia. Pedimos, entre otros, cuatro favores:

          Romper ataduras. Es decir, un ejercicio de liberación personal respecto de todo aquello que impide amar y entregarse.

          Empeñarse en la construcción de la fraternidad. No cualquier fraternidad, sino aquella “nueva” que nace del sueño suscitado por la fe, según la cual somos hermanos, participando del mismo amor.

          Llegar a ser signos proféticos de donación de sí mismos, frente a la actitud de tantos que viven para ellos solos.

          Y así favorecer que el “mundo herido”, enfermo, recupere la savia del amor sincero, es decir, la fuerza vital que le permita reverdecer, crecer y dar fruto.

La Vida Consagrada, los miles de miembros especialmente consagrados en la Iglesia, constituye un potencial enorme de acciones e iniciativas a favor de la sociedad, particularmente de los más pobres. Pero, más allá del valor objetivo, estadístico, contable, de todas las obras, la Vida Consagrada es una fuerza revitalizadora del mundo y de la Iglesia, por el simple hecho de existir amando. Sea cual sea la edad, los trabajos, las circunstancias en que vivan las personas y comunidades concretas, cumplen con su misión ejercitando el amor del Espíritu. Este amor es la savia que hace vivir.

Todos en la Iglesia, especialmente los mayores en edad, hemos de entender esto. Los testigos – signos del amor sanan el mundo herido y hacen revivir la sociedad enferma. Esa es nuestra misión esencial y nuestro destino.