Fecha: 14 de noviembre de 2021

La pandemia ha comportado que no pudiéramos dejar de mirar de cerca a «la hermana muerte», como la llama S. Francisco de Asís. Nos ha arrebatado a tantos familiares y amigos de forma cruel; nos ha demostrado que, cuando llega, puede ser triste porque nos encuentra muy, demasiado, solos; nos ha hecho dar cuenta de nuestra fragilidad… La Organización Mundial de la Salud estima que el número real de muertes por coronavirus es 2 ò 3 veces superior a los 3,4 millones de defunciones notificadas actualmente a la agencia, según explica el Informe sobre las Estadísticas Sanitarias Mundiales. Es decir, las cifras de fallecidos podrían estar entre los 6,8 y los 10 millones de personas en todo el mundo. ¿Quién los recuerda y que reza por ellos?

Siempre empezamos el mes de noviembre con el recuerdo de la fiesta de Todos los santos y santas de Dios, fiesta gozosa y llena de esperanza y de comunión. Los santos nos atraen hacia Dios y nos ayudan a confiar en el amor del Padre, que quiere salvarnos y reunirnos con Él, por toda la eternidad. Nos ayuda el conocer las luchas y las heroicidades de los santos, la confianza que pusieron en Dios y el bien que supieron realizar, haciendo fructificar los talentos que Dios les otorgó. Y el día 2, recordamos a todos los difuntos del mundo, especialmente a nuestros familiares, amigos y benefactores, y a todos los que amamos, que ya han partido hacia la Casa del Padre. Este año debemos tener presentes a tantos millones de víctimas de la Covid-19, los conocidos y los desconocidos. Tengámoslos presentes, especialmente durante todo el mes de noviembre; roguemos con confianza por ellos, para que reciban el perdón y la salvación eterna; y pidamos que los sacerdotes recen también por nuestros difuntos, con el ofrecimiento de sufragios; no los olvidemos ante el altar.

La Eucaristía es el mejor de los sufragios por nuestros difuntos, ya que siempre es el memorial de la muerte redentora y de la resurrección de Cristo, que «nos abre la esperanza de una resurrección gloriosa», como canta el prefacio primero de difuntos. Encomendar a una persona fallecida y hacer que los ministros de la Iglesia oren por ella, nombrándola en la celebración de la Eucaristía, es unirla a Cristo para presentarla, junto con Él, al Padre. En cada misa recordamos la intercesión y la ayuda de los santos, al tiempo que también siempre oramos por los difuntos, en el interior de la plegaria eucarística. Aplicamos los méritos de Cristo a los vivos y difuntos, convencidos de que el sacrificio de Jesucristo, y los méritos de la Virgen María y de todos los santos, de todas las obras buenas realizadas, les serán vida y salvación.

El Señor, con su misterio pascual, nos ha preparado un camino de vida y de esperanza eternas. Él afirma: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25) y estas palabras siguen interpelando a la humanidad. Cristo ilumina y revela la esperanza de la resurrección gloriosa, más allá del sufrimiento y de la muerte. «Esta revelación de Jesús nos interpela todos -dice el Papa Francisco- y por eso estamos llamados a creer no como un espejismo en el horizonte, sino como una realidad que está presente y que nos involucra misteriosamente ya desde ahora. Es a nosotros a quienes el Señor llama a renovar el gran salto de fe, entrando ya desde ahora en la luz de la resurrección». Cuando se produce este salto, «nuestra forma de pensar y de ver las cosas, cambia. La mirada de la fe, trascendiendo lo visible, ve en cierto modo lo invisible y cada evento se evalúa entonces a la luz de otra dimensión: la de la eternidad».