Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el pasaje bíblico de las genealogías de los antepasados sorprende enseguida su enorme longevidad: ¡se habla de siglos! ¿Cuándo empieza, aquí, la vejez? Uno se pregunta. ¿Y qué significa el hecho de que estos antiguos padres vivan tanto después de haber generado a los hijos? ¡Padres e hijos viven juntos, durante siglos! Esta cadencia secular de la época, narrada con estilo ritual, otorga a la relación entre longevidad y genealogía un significado simbólico fuerte, muy fuerte.

Es como si la transmisión de la vida humana, tan nueva en el universo creado, pidiera un lenta y prolongada iniciación. Todo es nuevo, en los inicios de la historia de una criatura que es espíritu y vida, conciencia y libertad, sensibilidad y responsabilidad. La nueva vida —la vida humana—, inmersa en la tensión entre sus orígenes “a imagen y semejanza” de Dios y la fragilidad de su condición mortal, representa una novedad completamente por descubrir. Y pide un largo tiempo de iniciación, en el que es indispensable el apoyo recíproco entre las generaciones, para descifrar las experiencias y enfrentarse a los enigmas de la vida. En este largo tiempo, lentamente, es cultivada también la calidad espiritual del hombre.

En un cierto sentido, todo paso de época, en la historia humana, nos propone de nuevo esta sensación: es como si tuviéramos que retomar nuestras preguntas sobre el sentido de la vida desde el inicio y con calma, cuando aparece el escenario de la condición humana lleno de preguntas nuevas e interrogantes inéditos. Ciertamente, la acumulación de la memoria cultural aumenta la familiaridad necesaria para afrontar los pasajes inéditos. Los tiempos de la transmisión se reducen; pero los tiempos de la asimilación piden siempre paciencia. El exceso de velocidad, que ya obsesiona todos los pasajes de nuestra vida, hace cada experiencia más superficial y menos “nutriente”. Los jóvenes son víctimas inconscientes de esta división entre el tiempo del reloj, que quiere ser quemado, y los tiempos de la vida, que requieren una adecuada “fermentación”. Una larga vida permite experimentar estos largos tiempos y los daños de la prisa.

La vejez, ciertamente, impone ritmos más lentos: pero no son solo tiempos de inercia. La medida de estos ritmos abre, para todos, espacios de sentido de la vida desconocidos para la obsesión de la velocidad. Perder el contacto con los ritmos lentos de la vejez cierra estos espacios para todos. Es en este horizonte que he querido instituir la fiesta de los abuelos, en el último domingo de julio. La alianza entre las dos generaciones en los extremos de la vida —los niños y los ancianos— ayuda también a las otras dos —los jóvenes y los adultos— a vincularse mutuamente para hacer la existencia de todos más rica en humanidad.

Es necesario el diálogo entre generaciones: si no hay diálogo entre jóvenes y ancianos, entre adultos, si no hay diálogo, toda generación permanece aislada y no puede transmitir el mensaje. Un joven que no está vinculado a sus raíces, que son los abuelos, no recibe la fuerza —como el árbol tiene la fuerza de las raíces— y crece mal, crece enfermo, crece sin referencias. Por eso es necesario buscar, como una exigencia humana, el diálogo entre las generaciones. Y este diálogo es importante precisamente entre abuelos y nietos, que son los dos extremos.

Imaginemos una ciudad donde la convivencia de las diferentes edades forme parte integral del proyecto global de su hábitat. Pensemos en la formación de relaciones afectivas entre vejez y juventud que se irradien en el estilo general de las relaciones. La superposición de las generaciones se convertiría en fuente de energía para un humanismo verdaderamente visible y vivible. La ciudad moderna tiende a ser hostil con los ancianos (y no por casualidad también lo es con los niños). Esta sociedad que tiene este espíritu del descarte y descarta tantos niños no queridos, descarta a los ancianos: los descarta, no sirven y los pone en una residencia para ancianos, ingresados… El exceso de velocidad nos mete en una centrífuga que nos barre como confeti. La mirada de conjunto se pierde por completo. Cada uno se aferra a su propio pedacito, que flota sobre los flujos de la ciudad-mercado, para la cual los ritmos lentos son pérdidas y la velocidad es dinero. El exceso de velocidad pulveriza la vida, no la hace más intensa. Y la sabiduría requiere “perder tiempo”. Cuando tú vuelves a casa y ves a tu hijo, a tu hija pequeña y “pierdes tiempo”, pero el diálogo que tienes con ellos es fundamental para la sociedad. Y cuando tú vuelves a casa y está el abuelo o la abuela que quizá no razona bien o, no sé, ha perdido un poco la capacidad de hablar, y tú estás con él o con ella, tú “pierdes tiempo”, pero este “perder tiempo” fortalece la familia humana. Es necesario gastar tiempo —un tiempo que no es rentable— con los niños y con los ancianos, porque ellos nos dan otra capacidad de ver la vida.

La pandemia, en la cual estamos todavía obligados a vivir, ha impuesto —por desgracia, muy dolorosamente— un revés para el obtuso culto a la velocidad. Y en este período los abuelos actuaron como barrera ante la “deshidratación” emocional de los pequeños. La alianza visible de las generaciones, que armoniza los tiempos y los ritmos, nos devuelve la esperanza de no vivir la vida en vano. Y devuelve a cada uno el amor por nuestra vida vulnerable, cerrándole el paso a la obsesión de la velocidad, que simplemente la consume. La palabra clave aquí es “perder tiempo”. A cada uno de vosotros os pregunto: ¿sabes perder el tiempo, o estás siempre apurado por la velocidad? “No, tengo prisa, no puedo…”. ¿Sabes perder el tiempo con los abuelos, con los ancianos? ¿Sabes perder el tiempo jugando con tus hijos, con los niños? Este es el punto de referencia. Pensad un poco. Y esto devuelve a cada uno el amor por nuestra vida vulnerable, bloqueando —como he dicho— el camino a la obsesión de la velocidad, que simplemente la consume. Los ritmos de la vejez son un recurso indispensable para captar el sentido de la vida marcada por el tiempo. Los ancianos tienen sus ritmos, pero son ritmos que nos ayudan. Gracias a esta mediación, se hace más creíble el destino de la vida al encuentro con Dios: un diseño que está escondido en la creación del ser humano “a su imagen y semejanza” y está sellado en el hacerse hombre del Hijo de Dios.

Hoy se constata una mayor longevidad de la vida humana. Esto nos ofrece la oportunidad de aumentar la alianza entre todas las etapas de la vida. Mucha longevidad, pero debemos hacer más alianza. Y también nos ayuda a crecer la alianza con el sentido de la vida en su totalidad. El sentido de la vida no está solamente en la edad adulta, de los 25 a los 60. El sentido de la vida está en todo, desde el nacimiento a la muerte y tú deberías ser capaz de hablar con todos, también tener relaciones afectivas con todos, así tu madurez será más rica, más fuerte. Y también nos ofrece este significado de la vida, que es integral. Que el Espíritu nos conceda la inteligencia y la fuerza para esta reforma: es necesaria una reforma. La prepotencia del tiempo del reloj debe convertirse en la belleza de los ritmos de la vida. Esta es la reforma que debemos hacer en nuestros corazones, en la familia y en la sociedad. Repito: ¿reformar qué? Qué la prepotencia del tiempo del reloj debe convertirse en la belleza de los ritmos de la vida. Convertir la prepotencia del tiempo, que siempre nos apura, a los ritmos propios de la vida. La alianza de las generaciones es indispensable. Una sociedad donde los ancianos no hablan con los jóvenes, los jóvenes no hablan con los ancianos, los adultos no hablan con los ancianos ni con los jóvenes, es una sociedad estéril, sin futuro, una sociedad que no mira al horizonte, sino que se mira a sí misma. Y se queda sola. Que Dios nos ayude a encontrar la música adecuada para esta armonización de las diferentes edades: los pequeños, los ancianos, los adultos, todos juntos: una hermosa sinfonía de diálogo.

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