Fecha: 15 de marzo de 2020

Este domingo, que precede a la Solemnidad de San José, celebramos en nuestra diócesis el día del Seminario, una jornada que debería suscitar en todos los cristianos estima por el sacerdocio y valoración de las vocaciones sacerdotales. Mientras que en otras épocas el ministerio gozaba de un reconocimiento social, hoy es una vocación incomprensible para muchos si no es contemplada con ojos de fe. Como obispo, me gustaría que el día del seminario nos llevara a apreciar más la decisión de aquellos jóvenes que quieren entregar su vida y su persona al Señor en el sacerdocio.

El lema de este año nos recuerda que los sacerdotes son Pastores misioneros. Estas dos palabras nos sitúan ante lo fundamental de la llamada al ministerio. Forma parte de la humildad de Cristo elegir colaboradores para que cuiden la fe del Pueblo de Dios y anuncien el Evangelio a quienes no lo conocen.

Como pastores, los sacerdotes alimentan la fe de los creyentes con la Palabra y los Sacramentos, y cuidan de la comunidad cristiana desde la caridad que les ha de llevar a gobernarla “no a la fuerza, sino de buena gana, no por sórdida ganancia, sino con generosidad, no como déspotas, sino convirtiéndose en modelos del Rebaño” (1Pe 5, 2-3). La caridad para con el Pueblo de Dios es la norma suprema en la vida de un sacerdote, que debe manifestarse en todos los momentos del ejercicio de su ministerio, y el signo más claro de que vive auténticamente su vocación.

Como misioneros, los sacerdotes entregan su vida para que Cristo sea conocido y amado, anunciando la Palabra del Evangelio a todos con libertad y caridad; sin pretender el favor de los hombres, sino buscando únicamente el favor de Dios y guiados por la fidelidad al Mensaje de salvación. Por ello, conscientes de que su vida está inseparablemente unida a su misión, deben estar dispuestos a entregar, “no solo el Evangelio de Cristo, sino incluso la propia persona” (1Te 2, 8). La predicación de la Palabra no es un acto de publicidad, sino un testimonio de que se vive lo que se cree.

Desde aquí podemos entender lo que está en el origen de toda vocación sacerdotal: tiene sentido que un joven responda positivamente a la llamada a colaborar con el Señor si ha descubierto que el tesoro más grande es la amistad con Él, y está dispuesto a dejarlo todo y hacer de su vida un camino de seguimiento de Cristo. Solo será buen pastor y buen misionero aquel que es un buen amigo del Señor. Puede vivir en pobreza quien ha descubierto que Cristo es su riqueza; puede entender el celibato quien ama al Señor por encima de todo y ama a los hombres y mujeres con el mismo amor de Cristo. San Agustín decía a su comunidad: “Con vosotros soy cristiano; para vosotros soy obispo”, y era consciente de que únicamente podía ser buen obispo si era buen cristiano. Un buen pastor ha de ser, ante todo, un buen discípulo.

En este día del Seminario, pidamos al Señor por la perseverancia de los seminaristas de nuestra diócesis y que otros jóvenes respondan con generosidad a su llamada.