Fecha: 2 de agosto de 2020

En el acompañamiento personal, según señala el papa Francisco, es muy importante practicar el arte de escuchar, que es mucho más que el simple oír, para poder encontrar después la palabra y el gesto oportunos. Sólo entonces se pueden descubrir los caminos para un genuino crecimiento, para despertar el deseo de vivir el ideal cristiano, correspondiendo al amor de Dios y desarrollando todos los dones que Él nos ha concedido (cf. EG 171).

Recuerdo que en mis primeros años de sacerdote, una persona vino a consultar algunas cuestiones que le preocupaban. Estuve aproximadamente una hora seguida escuchándola. Varias veces intenté responder, pero fue imposible, porque mi interlocutora no paraba de hablar ni un momento. Al final, cuando nos despedíamos, me agradeció que la hubiese escuchado aquel rato, y también me dijo que mis consejos eran muy acertados. Pero resulta que yo prácticamente no había pronunciado ni una palabra. Es la ocasión en que he percibido con más claridad la necesidad que tenemos los seres humanos de ser escuchados, y la importancia de saber escuchar.

Escuchar no es lo mismo que oír. Oír es un acto natural, inconsciente, que se realiza sin esfuerzo; es captar a través de los oídos una serie de sonidos que se producen a nuestro alrededor, que, si no tienen un significado previo, vienen a resultar simple ruido. En cambio, escuchar es la capacidad de dar sentido e interpretar lo que entra por los oídos; escuchar es algo que se hace intencionadamente, de forma selectiva, prestando atención a lo que nos interesa. Habitualmente no decidimos lo que nos toca oír, pero sí decidimos a quién queremos escuchar y lo que queremos escuchar.

Ahora bien, escuchar de verdad no es una tarea fácil. Significa atender totalmente a la persona que nos habla, sin interrumpirla, sin juzgarla. Saber escuchar es una prueba de respeto y aprecio, es un arte. Aparentemente puede parecer pasividad, inacción, pero es un ejercicio que conlleva un gran esfuerzo de autocontrol y que requiere mucha paciencia y constancia. Comporta  atender las razones del otro, sin alterarlas ni manipularlas, con una actitud receptiva,  entendiendo los gestos y las palabras del otro.

En la vida, siempre es de agradecer una palabra acertada o un detalle de afecto, pero se agradece más todavía que se nos escuche a fondo y sin prisas cuando necesitamos desahogarnos o consultar cuestiones importantes. Cuando el agobio nos atenaza o hemos de tomar una decisión trascendental para nuestra vida, necesitamos que se nos escuche en profundidad y extensión. Hoy en día vivimos en un mundo de prisas, de estrés, de competitividad extrema, en el que no hay tiempo para la escucha serena ni para el diálogo fecundo, ni en las familias, ni en los trabajos, ni en  los diferentes ambientes. Como señaló el escritor y científico alemán Johann Wolfgang Goethe, “hablar es una necesidad, escuchar es un arte”.

Por eso, si es importante saber hablar, más todavía lo es saber escuchar. Si existe el arte de la palabra, de la exposición de los argumentos, del debate de las ideas, y tiene mucha importancia, más importante todavía es el arte de la escucha. El camino para conocer a fondo a las personas es saber escuchar en profundidad. Es entonces cuando, más allá de los datos externos, descubrimos las razones profundas y los caminos, porque llegamos a conocer el corazón de las personas.

Para acabar este escrito, quiero subrayar una actitud muy importante en el que acompaña, para poder escuchar: la humildad, la discreción, la superación del protagonismo, de todo tipo de narcisismo que pueda desviar el foco del proceso. Si no se supera el egocentrismo, siempre acecha el peligro de acabar explicando la propia vida y escuchándose a uno mismo en lugar de escuchar al otro, y al mismo Espíritu Santo, que es quien guía a los dos en el proceso.