Fecha: 27 de noviembre de 2022

Entramos en un tiempo apasionante, que toca las profundidades del corazón. Es un tiempo que tiene como objetivo crear las posibilidades del encuentro entre Dios y nosotros.

Lo primero que nos viene a la cabeza es que todo encuentro humano entre dos personas se produce si se cumple una primera condición, es decir, que ambos deseen vivirlo y que este deseo se traduzca en una búsqueda mutua. En este sentido contamos con la certeza de que desde la eternidad toda persona humana ha sido deseada por Dios y que no se cansa de buscarla, hoy también, en el presente, dentro de las circunstancias personales y sociales que nos rodean.

¿Y por nuestra parte? Pensaríamos, lógicamente, que la preparación para este encuentro ha de comenzar por nuestra disposición personal, es decir, por nuestra apertura y disponibilidad ante Dios. Así, nos preguntaríamos cuáles son nuestros deseos y necesidades conscientes y ver si entre ellas está el anhelo de Dios y de su presencia. Usamos esta lógica frecuentemente para realizar la tarea de evangelizar y transmitir la fe: esperar que la persona sienta la necesidad de Dios y pida la fe.

No está mal esta lógica como método pedagógico: no hablamos con quien sospechamos que no desea escucharnos y no vamos a casa de quien sabemos que “pasa de nosotros” o no nos espera mínimamente. Sin embargo, la mayoría de ocasiones en que hemos aplicado esta lógica en la evangelización fracasamos. Esto nos hace pensar.

Llevamos dentro, como la cosa más lógica del mundo, la ley fundamental del mercado, “la ley de la oferta y la demanda”. En una economía de mercado dependen de esta ley los precios, el negocio, el progreso económico, incluso el mundo laboral… Quizá alguien entenderá la cuestión que estamos tratando según esta ley del mercado. Escuché hace años a un profesor que renunciaba a la fe, porque “a diferencia de la Coca-Cola, en la Iglesia vendemos un producto que nadie pide ni necesita”. Me pareció totalmente simplista, pero impresionó a muchos compañeros en mis años jóvenes y no dejé de pensar en ello.

La verdad es que esta ley de la oferta y la demanda funciona en ámbitos de la vida muy serios. Así, en la política: lo primero que hace un político es estudiar lo que demanda el público y montar su oferta en función de lo que le dará más votos. En las relaciones de pareja se sabe que conquistas a la persona amada complaciéndole en lo que sabes que le agrada…

He aquí la pregunta esencial: ¿hizo Dios estos cálculos cuando se encarnó y obró nuestra redención? ¿Su predicación en la tierra fue precedida por un estudio de “marketing”, que mostrara los deseos de las personas, sus peticiones y exigencias?

Evidentemente no. Sólo sabemos que hizo lo posible para acercarse a la humanidad hasta compartir la existencia humana como uno más. Sabemos también que todo su anhelo era “venir a los suyos” para que, escuchándole, recibiéndole, creyendo en Él, se salvaran, llegaran a ser hijos de Dios; también sabemos que unos le recibieron y otros no (cf. Jn 1,11-12).

Entonces, ¿qué misterio hay en el encuentro? ¿Lo que ofrece Dios no es realmente lo que desea la persona humana? ¿O es que no somos conscientes de lo que necesitamos y, en consecuencia, no sabemos qué significa de verdad desear a Dios? Nos interesa mucho responder a esta pregunta: en el caso de que busquemos vivir el encuentro con Él tendremos que revisar nuestras necesidades y deseos.