Fecha: 6 de noviembre de 2022

Hoy escuchamos una llamada muy especial que nos llega desde del fondo de la historia El Año Litúrgico nos introduce en un tiempo importante para nuestra vida espiritual. Es un tiempo que pone en juego la capacidad para lograr un sano equilibrio y una paz serena en medio de las vicisitudes de la vida.

La liturgia nos invita a contemplar el fin de la historia, incluyendo, naturalmente, el fin de cada uno.

Que nadie piense que esta invitación está fuera de todo interés actual. Por un lado, ya hace tiempo que el cine (y otros ámbitos de la cultura) produce abundantes obras sobre el asunto que hoy denominamos “distopías”. Es decir, relatos generalmente dramáticos acerca del fin de nuestro mundo, auténticas profecías acerca del futuro en el que todo acaba destruyéndose. Es algo más que un recurso creativo. A veces se transmite una visión radicalmente negativa: las grandes crisis sobrevienen como efecto necesario de las contradicciones del presente y las causas de males actuales aparecen más poderosas y radicales (dominio aplastante de una dictadura, desastre ecológico, abuso de poder, ambición, explotación, violencia, etc.). Alguna vez se insinúa una brizna de esperanza, por donde acaban ganando “los buenos”…

Por otra parte, la consideración de fenómenos reales que nos afectan globalmente, a toda la humanidad, están provocando pensamientos, que solemos llamar “apocalípticos”. Es decir, juicios sobre el fin, un futuro más o menos lejano, en que la humanidad llega a agotar todos los recursos para sobrevivir. A ello han contribuido las crisis económicas globales, la pandemia, la guerra y sus secuelas en la carestía de recursos alimenticios, el cambio climático y los desastres ecológicos, la ausencia de convicciones firmes y su efecto en la desorientación personal i social, el vacío de ideologías ilusionantes, etc.

Para los cristianos pensar y orar sobre el fin de todo y de uno mismo, es esencial. No es una moda, ni un recurso fácil, ni un juego dramático, sino algo que forma parte esencial de su fe.

No hace mucho tiempo se hacía burla del predicador que pretendía mover las conciencias de la gente con amenazadoras representaciones de la muerte propia o del fin del mundo y del subsiguiente juicio. La gente, que en general era víctima de grandes pobrezas, de enfermedades y sufrimientos de todo tipo, se dejaba impresionar. Aquello era una caricatura y un recurso oratorio. Pero ciertamente significaba poner ante los ojos una verdad incuestionable: el fin.

Creemos que estamos lejos de esta situación. En primer lugar, porque, gracias a Dios, ya no se practica aquella oratoria. En segundo lugar, porque los modernos estamos convencidos de nuestro poder y de que somos o seremos capaces de superar cualquier crisis. Y en todo caso, la muerte siempre se puede disimular, hacerla “dulce”, compensarla, no pensar en ella, olvidarla…

Sin embargo, la realidad es tozuda. El fin de todo, el acabamiento de todo lo que hoy puede considerarse valioso y que nos deslumbra, con la muerte personal y colectiva, es un hecho incuestionable, el hecho más cierto, que nadie puede poner en duda.

Afrontar esta realidad, no huir de ella, no disimularla, ha sido, es y será uno de los retos más profundos para quien desee hallar un sentido a la vida. Como decimos, forma parte esencial de nuestra fe.