Fecha: 2 de agosto de 2020

Ya de lleno en el verano, hemos dejado atrás una primavera atípica que hemos pasado paralizados. Una primavera que ha sido un estallido de emociones, de angustia, de tristeza, pero también de esperanza.

Estábamos desconsolados, atemorizados, pero, poco a poco, hemos vuelto a sonreír, a caminar, a correr, a ilusionarnos. La oscuridad se ha ido desvaneciendo, ahora el sol brilla intensamente e infunde calor en nuestras vidas. Ahora estamos más contentos, sí, pero el sol aún no ha salido para todos. Muchos ciudadanos se encuentran atrapados en medio de una cruda tormenta que les obliga a estar recluidos en un submundo dentro del nuestro.

La pesadilla de los hospitales colapsados por esta pandemia sobrevenida ha perdido intensidad. Gracias a Dios ya hemos podido dormir más aliviados, pero aún no podemos cerrar los ojos y dormir tranquilos, porque la crisis sanitaria nos ha precipitado hacia otra pesadilla inquietante y esta es de larga duración. Las entidades sociales están saturadas, la emergencia social aumenta día a día. Las cifras de los afectados son escalofriantes.

Todos hemos comprendido rápidamente la emergencia sanitaria provocada por un virus indeseable que nos podía matar; todos podíamos ser víctimas. Hemos reaccionado y actuado, y lo hemos hecho todos con el objetivo de superar esta situación. En cambio, ante una pobreza que también mata, no podemos permanecer ciegos sin reaccionar. Faltan muchos recursos, falta trabajo y faltan alimentos a muchas familias. El hambre está aquí, en nuestra ciudad, entre la abundancia, entre la excelencia, entre los que nunca la han sufrido.

Hay muchas personas que hacen lo imposible para distribuir alimentos a todas las que no tienen recursos. Desde la Iglesia conocemos muy bien esta realidad, es nuestro pan de cada día. Acoger y acompañar a los vulnerables es nuestra misión, es lo que Jesucristo nos pide que hagamos. No podemos ignorar la realidad que nos rodea, colas de personas de todas condiciones que piden ayuda con sus carritos de la compra vacíos que llenarán, si Dios quiere, después de la espera. Estos ciudadanos volverán a casa un poco más aliviados hasta que el carrito se vuelva a vaciar.

Estas colas nos recuerdan otra época, otras tierras, pero ahora están aquí, forman parte de nuestro paisaje urbano. Hoy tal vez somos meros espectadores, pero mañana, si cambian las tornas, quizás seamos también protagonistas.

Es difícil ponerse en la piel de alguien que padece hambre, porque quizás nunca la hemos padecido y porque quizás nunca la padeceremos. Debemos valorar realmente lo que significa poder tener un plato en la mesa y tener una casa, ya que para muchas familias es una verdadera odisea. Reflexionemos y pensemos qué acciones podemos hacer todos juntos para atajar cuanto antes esta emergencia social. Incomodémonos y reaccionemos ante el hambre de nuestros vecinos, no les demos la espalda.

Queridos hermanos y hermanas, recuperemos la complicidad y la solidaridad que hemos vivido esta primavera y hagamos que este verano el mensaje de Jesucristo esté más presente que nunca en todos nosotros. Hagamos que el sol de la esperanza y de la alegría salga para todos (cf. Mt 5,45).