Fecha: 18 de octubre de 2020

Unas son las distancias geográficas, físicas, y otras las distancias del corazón. La celebración anual del Día del Domund pone ante nuestros ojos una realidad y un reto enormes: la realidad de quienes hoy miden la distancia desde el corazón y el reto de la llamada de Jesucristo a no poner barreras ni límites a su amor en el interior de cada uno.

Los misioneros, esos hermanos nuestros que vemos como osados, libres y valientes, es una realidad que forma parte de nuestras vidas. Es verdad que en muy contadas ocasiones aparecen en los medios de comunicación y que, por desgracia, cuando merecen la atención del mercado de las noticias no es precisamente para poner de manifiesto el testimonio de sus vidas. Es verdad además que si alguna vez merecen el elogio de la opinión pública no es por la vivencia profunda de discípulos de Cristo entregados absolutamente a la evangelización.

Pero desde la misma Iglesia ya sabemos que “la verdad” de los misioneros, lo que son y significan realmente, solo se puede calibrar con ojos y mirada evangélica. Y esa mirada los contempla como el gran don del Espíritu a su Iglesia: el don de quienes se dejan llevar por las insinuaciones del mismo amor de Dios, que les empuja a dejarse interpelar por las pobrezas de los que están lejos, salvar distancias y toda clase de obstáculos, y llegar a ellos hasta compartir sus vidas. Saben que la pobreza más profunda es no conocer a Cristo y no poder gozar de la relación con Él de forma consciente y libre. Pero ellos mismos, asumiendo y compartiendo las vidas de quienes están lejos son presencia, testimonio y anuncio de Jesucristo. Por eso las personas y las vidas de los misioneros son también “nuestras”, son de la Iglesia, comunión fraterna y expansiva. Merecen todo nuestro apoyo: nuestra oración, nuestro ánimo, nuestra ayuda material, nuestra cercanía…

Por otra parte, suena hoy con más fuerza la voz de Jesús a todos y cada uno de nosotros: “Id al mundo entero y proclamad…” (Mc 16,15) Es una llamada a todos, enraizada en el inicio mismo de nuestra condición de cristianos discípulos de Cristo, en nuestro bautismo y nuestro acto de fe. Por tanto todos hemos de responder. No todos respondemos como los misioneros que están en las llamadas “tierras de misión”. Pero, todos somos llamados a vivir el mismo espíritu misionero. Concretamente, todos hemos de cultivar y dejarnos llevar por ese mismo amor que salva distancias y obstáculos, haciendo que quienes están lejos geográficamente o culturalmente, se vean cercanos, próximos, hasta compartir sus vidas.

Es esta una de las facetas más significativas del “espíritu misionero”. Es aquella forma de amar que uno recibe de Cristo, de su Espíritu, y que cambia el mundo liberándolo de estrecheces, miradas cortas, intereses particulares, para contagiar la comunión profunda en cualquier rincón de la tierra.

La voz del Papa invitando a la fraternidad universal se ha dejado oír en su encíclica Hermanos todos. Los misioneros en particular y el espíritu misionero en general no son sino vías de expansión de esa fraternidad universal; no por el simple hecho de pensar, agradar u optar por una forma pacífica de convivir, sino porque anuncian y testifican el Espíritu de comunión, la verdad de Dios como Padre común en su Hijo Jesucristo.

Hoy, por eso, se dilata nuestra mirada, dirigida por un espíritu misionero, que estimula una profunda y sincera acción de gracias.