Fecha: 8 de mayo de 2022

Nos inclinamos por la expresión “Iglesia del Resucitado”, porque sería demasiado pretencioso exigir una Iglesia como ya resucitada. Estamos en camino.

Además, la expresión “Iglesia del Resucitado” pone de manifiesto dos verdades: que la Iglesia ni se pertenece, ni se sostiene por ella misma, sino por la presencia en ella del Espíritu del Resucitado.

La impresión que tenemos de la Iglesia actual, al menos en nuestra zona noroccidental, es la de una Iglesia “estéril”. El contraste es inevitable. Tenemos aún reciente la visión de una Iglesia extraordinariamente creativa, la de los tiempos previos y siguientes al concilio Vaticano II. Abundancia de vocaciones, iniciativas pastorales, creatividad teológica, grupos y movimientos comprometidos, etc. Todo alimentado por sueños nacidos de novedades en el lenguaje, en la liturgia, en el estilo de vida, en la sintonía con los movimientos sociales de reforma…

Ante este contraste, algunos se dejan llevar por un sentimiento de fracaso, decepción o perplejidad. ¿Era esto lo que buscábamos? Muchos dudan: ¿nos hemos equivocado?, ¿qué hemos hecho mal?, ¿hemos de volver atrás o hacer todo lo contrario de lo que hemos hecho los últimos cincuenta años?

Quienes responden afirmativamente a estas preguntas corren el peligro de caer en un gran simplismo. Peor aún, pueden estar afectados por una grave ignorancia; es más, quizá se equivocan al aplicar a la realidad de la Iglesia unos criterios meramente sociológicos.

Al acercarnos al Evangelio y preguntarnos por “la fecundidad” de una vida cristiana de discípulos de Cristo o de una Iglesia verdadera, vemos que Jesús habla frecuentemente de “frutos”. El ambiente de la naturaleza y de su cultura agrícola le facilitaba imágenes muy elocuentes, fácilmente comprensibles. Para Jesús, los frutos son necesarios y elogiaba el árbol o la planta que los proporciona abundantemente: éstos dan idea de su grado de vitalidad. Pero Jesús advierte algo muy importante: los frutos, además, manifiestan qué tipo de árbol o planta es (cf. Mt 7,16)

Hace unos años fui invitado a una excursión por la montaña para buscar setas. Mi amigo, además de ser una gran persona y un sabio en la vida, era un auténtico experto en el asunto de la micología. Llegados al lugar indicado, fuimos cada uno por nuestro lado. Me puse muy contento porque cogí muchas setas y regresé satisfecho con mi cesta llena. Cuando mi amigo vio mi cosecha, con delicadeza y respeto para no herir mi sensibilidad, fue retirando las que eran malas o simplemente “no servían”. La cosecha quedó reducida a la mitad. Me acordé de las palabras de Jesús: “muchos son los llamados y pocos los escogidos” (Mt 22,14); y “los pescadores que, tras la pesca, recogen los peces buenos en una cesta y tiran los malos” (Mt 13,48).

Estas palabras de Jesús y otras semejantes dan idea de que a Él no le interesa tanto la estadística, el número de frutos, el resultado global y visible de obras realizadas (o de seguidores, discípulos o miembros de la Iglesia), cuanto la calidad, su autenticidad evangélica.

La fecundidad de la Iglesia consiste en esta calidad evangélica de sus acciones o de la santidad de sus miembros. Una vez más, hablar de la Iglesia, su “riqueza” y su fecundidad, requiere un verdadero discernimiento evangélico. Solo los ojos del Resucitado nos permitirán descubrir la verdad de su Iglesia.