Fecha: 19 de febrero de 2023

El próximo día 22 celebramos los cristianos el Miércoles de Ceniza con el que damos paso al tiempo de la preparación para la Pascua. A este tiempo lo llamamos Cuaresma. Es un período en el que prima la reflexión, la penitencia y la mortificación; la conversión a una vida más auténtica marcada por el estilo y las palabras de Jesús en el evangelio. Los días previos a este acontecimiento asistimos al llamado carnaval. En algunos lugares se empieza el jueves anterior hasta el martes inmediato al mencionado Miércoles de Ceniza. Es un período en el que las gentes se muestran con disfraces, con mucha música y ajetreo callejero y, en cierta medida, como una fiesta desenfrenada y de mucho movimiento social.

Ante el tiempo cuaresmal, que se concretaba en privaciones personales y alguna renuncia culinaria y con una larga duración, cuarenta días, se popularizó la fiesta del carnaval, de corto período temporal y como contrapartida festiva y bulliciosa. Silencio y reflexión ante algarabía.

En la actualidad se habla mucho de ambos períodos con un perfil propiamente ideológico. Parece que nuestra sociedad se ha acostumbrado a la polarización en todos los órdenes de la vida. Contraponemos de modo abusivo conceptos, realidades, actitudes y valores. Y lo que es peor, dividimos grupos de personas y los etiquetamos con excesiva facilidad. En este caso, parece que hablar y vivir el carnaval es efecto del progreso ininterrumpido y síntoma de una libertad sin límites; en cambio, hablar y vivir la cuaresma significa retroceso, con un marcado sesgo de coacción y pérdida de diversión. Y no es del todo así. Los cristianos afrontamos la cuaresma con un sentido profundo de preparación y con intenso sentimiento de seguir mejor a Jesucristo. Algunos participan del carnaval como una fiesta más y sin excesivas connotaciones rompedoras con la tradición cristiana. No diremos que es todo igual en importancia, pero se sigue una tradición de siglos.

Personalmente, me parece más adecuado invitar a todos a una valoración más positiva del tiempo de preparación para la fiesta más importante del año que es la Pascua. Hay constancia que la cuaresma se celebraba ya a principios del siglo IV en las regiones de Oriente y pasa a finales de ese mismo siglo a las comunidades de la Europa occidental. Es una experiencia eclesial muy antigua y, a lo largo de la historia, millones de creyentes han participado con entera libertad y con efectos solidarios en su desarrollo. Seguro que lo han vivido con alegría y con autenticidad. Así nos lo han transmitido a todos nosotros aunque ahora tengamos que luchar contra ciertas adherencias culturales y vanas rutinas para no desvirtuar su profundo significado.

La Iglesia propone tres virtudes que engloban la totalidad del ser creyente: la oración, el ayuno y la abstinencia y, por último, la limosna. Podéis imaginar que es muy profundo a lo que nos invitan y, si prescindimos de la parte más superficial de estas realidades, acabaremos aceptando que nos hacen mucho bien para nuestra maduración personal y nuestro crecimiento al servicio de los demás. La oración exige una revisión constante de nuestra relación con Dios, hablando y escuchando, dejándonos orientar y participando de su santidad; el ayuno y la abstinencia exige una clara motivación de austeridad, de sencillez de vida, de sobriedad en la comida y en la bebida, también que los aspectos materiales no dominen sobre los espirituales que conforman una visión más equilibrada del proceso humano; la limosna ayuda  alejar el egoísmo que corroe nuestro interior y participa de las carencias del prójimo con quien se comparte lo mejor de nosotros mismos.

Os ruego que viváis con profundidad este tiempo tan especial de preparación interior.