Fecha: 22 de novembre de 2020

Hemos llegado al último domingo del año litúrgico, y celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Él es el principio y el fin de todo, el que da sentido a la historia. Finalizamos un año litúrgico y el próximo domingo comenzaremos otro con el primer domingo de adviento. Pero no podemos olvidar que este año ha sido diferente en muchos aspectos. Estamos sufriendo una terrible pandemia, y aunque este tipo de calamidad se ha producido en otras ocasiones a lo largo de la historia, no tengo conocimiento de ninguna que haya golpeado de forma tan global como la que nos aflige actualmente. Por eso me parece importante que este domingo insistamos especialmente en algo que la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II destaca en el número 45, que Cristo «es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones».

En las primeras semanas de la pandemia, entre los meses de marzo y abril pasados, una escena del Evangelio nos servía de inspiración y fortaleza: cuando Jesús, en el episodio de la tempestad calmada, dice a los Apóstoles: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». También nos lo dice a nosotros, y nos libera del miedo si fijamos la mirada en El, si tenemos conciencia de su presencia junto a nosotros. La oración es el principal alimento de esa conciencia. Ahora, al escribir estas líneas, viene a mi memoria el himno cristológico de la carta de san Pablo a los colosenses, en que Jesucristo es presentado como primogénito de toda criatura, por medio del cual fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles; todo se mantiene en él, todas las cosas fueron creadas también por él y para él (cf. Col 1, 15-20).

San Pablo recuerda una verdad muy importante: la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el ser humano perfecto. Con otras palabras, San Pablo afirma que hay progreso en la historia, que hay una evolución de la historia. Todo lo que nos acerca a Cristo y a las personas concretas, nos acerca a la humanidad, y eso es progreso. Esto comporta una responsabilidad para nosotros, la de trabajar por el progreso, por la justicia y la paz.

El evangelio de este domingo presenta un examen final sobre la vida, con los criterios sobre los que seremos juzgados: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis», etc. (Mt 25, 31-46). Aunque  el reino de Cristo no es de este mundo, lleva a renovar el interior del corazón del ser humano y de la historia. Si ponemos en práctica el mensaje evangélico, el reino de Dios se realiza en medio de nosotros. La constitución pastoral Gaudium et spes ilumina los ámbitos de la vida del hombre contemporáneo y le anima a vivir plenamente su vocación recordando que «caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: «Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra» (Eph 1,10)».

Con la celebración de la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo finaliza un año litúrgico. Estos días son propicios para reflexionar sobre la vida, sobre el tiempo, sobre cómo hacemos fructificar los talentos recibidos, sobre la superación de las dificultades, y sobre todo, para volver la mirada a Jesucristo, Señor de la vida y de la historia, Señor de nuestro corazón.