Fecha: 23 de maig de 2021

Las personas construimos nuestra vida me­diante las decisiones que vamos tomando en las distintas situaciones en que nos en­contramos. Cuando alguien se guía por unos valo­res o tiene una opción fundamental que da senti­do a su vida, ésta tiene coherencia interna y cada decisión tendrá sentido. No hay ningún aspecto de su existencia que pueda quedar al margen de ella, por lo que constantemente tenemos el deber de plantearnos qué hemos de hacer para actuar de acuerdo con nuestra fe. El Espíritu San­to, mediante el don de consejo, nos ilumina para que en cada momento tomemos las decisiones que están más acordes con el Evangelio.

Este don es necesario por varios motivos. En primer lugar porque pueden haber situaciones en las que no tenemos claro qué hemos de hacer. No siempre es posible elegir con claridad entre el bien o el mal; en determinados momentos hay que decidir entre dos posibles bienes a realizar o entre dos males que evitar. Hay circunstancias en las que la consecución del bien que nos gustaría no es posible o en las que, para conseguirlo, no se pueden evitar ciertos males. A veces es nece­sario un discernimiento. Y esto puede ocurrir en todos los ámbitos: familiar, social y político.

El creyente sabe que su vida tiene un sentido, y que ese sentido no depende de él. Dios está en el principio y el término de su existencia: hemos sido creados por Él y para Él. Nuestras opciones respetan el orden de la justicia si nos conducen al fin para el que hemos sido creados y, por tanto, si nos acercan a Dios. Este principio constituye el fundamento de todo el actuar moral del cristiano. Por ello, la primera cuestión en todo proceso de discernimiento moral es si lo que hacemos nos aproxima o nos aleja de la meta a la que nos enca­minamos.

Además, en toda decisión donde se ponen en juego los valores morales, el creyente, no sólo de­be tener en cuenta el contenido de su acción, sino que ha de ponderar también las motivacio­nes que le impulsan a actuar de una determina­da manera y el modo de llevarla a cabo. Así, por ejemplo, no se puede utilizar la religión con fines políticos; ni emplear la fuerza para anunciar el Evangelio; ni imponer la verdad con métodos vio­lentos. Unas motivaciones o unos métodos no evangélicos en las opciones que los creyentes y la Iglesia hemos de tomar en determinadas cir­cunstancias, pueden ser contraproducentes, por­que oscurecen el testimonio cristiano.

Por el don de consejo, el Espíritu Santo nos ilu­mina para contemplar nuestra vida y juzgar sobre nuestras actuaciones a la luz de la voluntad de Dios, que es un padre bueno que nos ama. Estonos da claridad en el actuar; llena nuestro cora­zón de confianza y de paz; calma la inquietud que provocan las dudas cuando la decisión no es fácil; y nos hace experimentar la alegría que siente quien actúa con rectitud. Ello no implica que ten­gamos una fórmula mágica para acertar siempre, pero es el camino para asumir decisiones autén­ticas y encontrar la luz y la paz, una paz mucho mayor que la comodidad de no decidir porque no se quiere arriesgar.