Fecha: 1 de marzo de 2020
La Cuaresma nos da la gran oportunidad de poner a prueba la autenticidad de nuestro “ser cristiano”.
Poner a prueba consiste en someter algo a una situación difícil, para que ponga de manifiesto su capacidad y fortaleza. Así se suele hacer con materiales, instituciones, incluso personas en la profesión, etc. El tiempo de Cuaresma nos sirve para crecer y madurar, precisamente porque evocamos, revivimos, las pruebas que nos permiten hallar, darse cuenta, reconocer, lo que hay realmente en nuestro corazón; desde aquí avanzar y crecer en el Espíritu. Ya lo dijo Yahvé al Pueblo de Israel: “Te hice pasar por el desierto para saber qué había en tu corazón” (Dt 8,2)
Toda la Iglesia y todos en la Iglesia hemos de crecer atravesando pruebas, algunas comunes a todos y otras más propias de un estado o carisma. Así, ya que estamos centrados en el laicado y los grandes retos que tiene hoy planteados, reconocemos esas pruebas que han de atravesar los cristianos laicos por su particular condición de vivir la propia fe, como miembros de la Iglesia e insertos en el mundo.
San Pablo VI, cuando aun era Mns. Juan Bautista Montini mantuvo una rica conversación (una de tantas) con su amigo el filósofo Jean Guitton, cristiano laico muy consciente de su misión en el mundo de la cultura y también de la política. El cardenal le hizo observar:
“Su prueba de laico, hay que sentirla; yo diría incluso que hay que sufrirla. No hay solución fácil para lo que es por naturaleza difícil. Cuando hay que estar dividido, hay que soportar por amor el estar dividido…”
Alude a las tensiones ideológicas en el mundo y en la Iglesia, para acabar subrayando:
“No tenga miedo por no sentirse cómodo en este mundo. Nada es cómodo en este lugar de paso… Tarea de los filósofos cristianos y de los laicos: evitar que las verdades de fe se conviertan en (meros) símbolos de realidades humanas.”
No pretendemos que se capte el valor y la profundidad de estas palabras. Solo deseamos subrayar un aspecto de este mensaje que incide necesariamente en la vida del laico que busca ser sincero y consecuente con su fe en medio del mundo y miembro de la Iglesia. ¿No decimos que en la Iglesia, especialmente los laicos, han de amar el mundo? Es lógico que a veces uno se sienta identificado con él. Pero también en otras muchas ocasiones, sufre la distancia, lo que ve como errores del mundo, y se siente indignado o profeta crítico. ¿Por qué tantas veces el cristiano no “está cómodo” en el mundo?; ¿por qué incluso, aunque sea de naturaleza diferente, se queja de la Iglesia?
Como en tantas otras ocasiones, vivir esta tensión está lejos de constituir un signo de falta de autenticidad del laico. Al contrario, demuestra que vive una cosa que experimenta todo verdadero discípulo de Cristo: vivir a fondo en el mundo, compartiendo sus alegrías, sufriendo sus faltas, y resucitando constantemente en esperanza.
Esto no es una fórmula que, aplicada de una vez por todas, se tiene asumida, como adquirida, en el bautismo o en un acto de fe y conversión gozosa. Si se nos permite esta comparación, diremos que, puesto que la crisis es crónica, a modo se enfermedad, siempre será necesaria la medicina. La medicina se toma como prueba, que, asumida humildemente, nos permite crecer, madurar, avanzar en el camino apasionante en el seguimiento libre y responsable de Cristo.