Fecha: 4 de octubre de 2020

Desde que Jesús proclamó “bienaventurados los que lloran”, nosotros nos hacemos eco de esta felicitación y seguimos anunciando esta Buena Noticia, sin avergonzarnos, convencidos de la verdad de estas palabras.

Sabemos quiénes son estos que sufren y merecen ser felicitados. Lo hacemos a la vista de personas concretas que sufren, sin olvidar nuestro compromiso de hacer lo posible por apaciguar el dolor ajeno, especialmente el dolor de los que son víctimas. En realidad, la proclamación de esta bienaventuranza incluye un grito a favor del derecho a la vida digna de cualquier víctima.

Pero un día, en el marco de una conversación ecuménica, un pope ortodoxo me sorprendió con la siguiente observación. “Vivimos unos tiempos, decía, en que todos reivindican sus derechos, sobre todo los propios. Pero ¡nadie reivindica los derechos de Dios!” Sinceramente no me esperaba aquella reacción. En aquel momento dudaba si darle la razón o disentir. Ciertamente era un lenguaje y un pensamiento extraño entre nosotros, los católicos, volcados en la defensa de los derechos humanos y el compromiso por la justicia. Por otra parte, inmediatamente me asaltaba un interrogante: el Yahvé del Antiguo Testamento o el Dios de Jesucristo ¿ha reivindicado sus derechos? ¿Somos nosotros quienes, conociendo supuestamente esos derechos de Dios, quienes estamos llamados a defenderlos frente a quienes atentan contra ellos?…

Eran pensamientos semejantes a los de aquellos que reivindican la defensa de los derechos de la Verdad. Una cuestión profunda, que nos llevaba a profundizar intelectual y pastoralmente.

Pero, independientemente de estas cuestiones, lo cierto era que la reacción de aquel pope ortodoxo significaba una importantísima reorientación de nuestra experiencia de fe. Constituía un cambio radical respecto de lo que entre nosotros es algo muy asumido con total normalidad: nuestra fe es vivida como un humanismo casi absoluto, nuestra mirada en mayor medida está fijada en la persona humana y sus problemas, de forma que incluso nuestra oración tiene como contenido y protagonista la petición por las personas humanas, sus causas, y por nuestro compromiso moral a favor de ellas.

En cambio la observación del pope nos invitaba de hecho a tener la mirada centrada en Dios mismo, su ser y su obrar. Nos llamaba a mirar la realidad de este mundo desde Dios, lo que era esta realidad desde el ser personal de Dios.

Ello suponía haber superado la imagen de Dios, como Dios de los filósofos o de algunas religiones, como Ser Supremo, absoluto y trascendente, inmutable y eterno, etc. para concebir el Dios “que llora”, el Dios con entrañas de compasión y misericordia. Ese Dios no era extraño al Antiguo Testamento y a la tradición judía (¿cómo no sentir el lamento de Dios a la vista de su amada viña, que le devolvía agrazones en lugar de buen fruto, en Is 5,1-7?). Ese Dios que realizó su más plena manifestación en Jesucristo.

El Dios herido, cuyas lágrimas reconocemos en el llanto del hombre Jesús de Nazaret (ante la ciudad Lc 19,41; ante su amigo Lázaro: Jn 11,32). Unas lágrimas que fueron y son para nosotros auténticas “lágrimas de Dios”, así como su compasión, su misericordia y su forma de amar al modo humano. Es posible que, fijándonos directamente en Él, ya no resulte tan extraño hablar de “los derechos del Dios encarnado”, el Dios verdadero, víctima de la más vil injusticia.