Fecha: 1 de marzo de 2020

El pasado miércoles comenzábamos una nueva cuaresma. La imposición de la ceniza nos recordaba nuestra condición de criaturas contingentes y nos invitaba a reavivar el compromiso de conversión para seguir cada vez más de cerca al Señor. Es un tiempo de ascética y sacrificio, de esfuerzo en el combate espiritual para ir superando todo tipo de mal y de pecado,  tan presentes en el mundo y en nosotros.

En las celebraciones litúrgicas iremos recibiendo la gracia y el impulso necesario para recorrer este camino con el Señor, profundizando en la escuela del evangelio, meditando los acontecimientos de la historia de la salvación como actualización eficaz, ya que Cristo se hace presente en  la liturgia de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. De nosotros depende vivir este tiempo con intensidad, abiertos al don de Dios y afrontar de esta manera los cambios que nuestra vida necesita, o por el contrario, dejarnos arrastrar por la rutina y permanecer estancados.

En este primer domingo de cuaresma reflexionamos sobre las tentaciones de Jesús en el desierto. Recordemos que el desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también el lugar de la tentación y del combate espiritual. Durante la peregrinación del pueblo de Israel a través del desierto, que se prolongó durante cuarenta años, sufrió muchas tentaciones y cayó en ellas. Jesús pasa en el desierto cuarenta días de soledad y de prueba, que supera con la Palabra de Dios y la oración. Se prepara así para el cumplimiento de su misión y vence las tentaciones del maligno.

El tentador intenta manipular las palabras de la Sagrada Escritura, pero las respuestas de Jesús desenmascaran sus intenciones y refutan sus argumentos, apoyándose en la misma Palabra de Dios, y aplicándola con verdad y rectitud. El maligno presenta la perspectiva atrayente de un mesianismo político y triunfal, que hubiese tenido una gran acogida en el pueblo de Israel. Pero no es este el plan de Dios, y Jesús se mantendrá fiel a la voluntad del Padre. La narración muestra un paralelismo con las tentaciones del pueblo de Israel en los cuarenta años de peregrinación por el desierto. También nosotros somos invitados a renovar nuestra decisión de seguir a Dios y de afrontar con valentía la lucha que nos espera si queremos permanecer fieles.

El camino cuaresmal se caracteriza por las prácticas del ayuno, la limosna y la oración. El ayuno consiste inicialmente en abstenerse de alimentos, pero comprende todas las formas posibles de sacrificio para lograr una vida más sobria. ¡Cuántas cosas hay en nuestra vida que son absolutamente prescindibles! ¡Cuánto tiempo se llega a perder en frivolidades! ¡Cuánto podríamos ahorrar de tiempo y de bienes de todo tipo!  ¡Cuánto podríamos compartir con los más necesitados!  Porque no olvidemos que el ayuno está íntimamente unido a la limosna, al compartir, a la solidaridad, a las obras de misericordia. Todos estamos llamados a compartir nuestros bienes, sean muchos o pocos, con los demás. Siempre podemos encontrar  personas más necesitadas que nosotros.

La cuaresma, además, es un tiempo privilegiado para la oración. La Iglesia nos invita en este tiempo a una oración más prolongada e intensa y a una meditación profunda sobre la Palabra de Dios. En este camino cuaresmal hemos de estar atentos para captar la invitación de Cristo a seguirlo de modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos de nuestro Bautismo, para abandonar el hombre viejo que hay en nosotros y revestirnos de Cristo, para llegar renovados a la Pascua y poder decir con san Pablo «ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Con estas prácticas cuaresmales os invito a entrar decididamente por el camino de la conversión.