Fecha: 20 de marzo de 2022

Tenemos de nuevo la oportunidad de fijar nuestra atención en algo tan fundamental para nuestra vida, como es el presbítero, las vocaciones al sacerdocio ministerial y el Seminario.

Revivimos en Cuaresma la experiencia de desierto. Una experiencia que atravesamos todos, creyentes y no creyentes, cada uno a su modo. Pero siempre hallamos en ella uno de los sufrimientos más extendidos y menos confesados en nuestra vida moderna: la soledad y la sensación de abandono. Es frecuente escuchar a personas rodeadas de amigos, que confiesan en momentos de sinceridad que sufren una gran soledad. Un anciano conviviendo en una residencia habitada por más de noventa personas, puede decir que se encuentra solo. Un adolescente que en clase y en la discoteca contacta con más de cien personas, entra en depresión porque se siente solo…

El sacerdote ordenado, por definición, es alguien que está puesto entre las personas, en la comunidad de los cristianos, para servirles como lo haría Cristo Pastor. No diremos que Cristo Pastor “soluciona” todas las soledades y desvalimientos de las personas, pero, sin duda, entra en su obra salvadora ofrecer a la gente la posibilidad de seguir viviendo, amando y dejándose amar, hasta la plenitud de amor.

En este sentido, ¿qué es el Seminario?, ¿qué sentido tiene?, ¿qué ha esperar del Seminario el seminarista y la diócesis misma?

Muchos responderán que el Seminario está ahí para que los futuros sacerdotes “aprendan”, sea teología, sea acciones pastorales, sea un liderazgo sobre la comunidad, sea la oración, la liturgia, etc. La verdad es que todo esto es bastante fácil.

Sin embargo, más que “habilidades” pastorales (siguiendo el lenguaje al uso en el ámbito educativo), el Seminario se puede definir como un itinerario de catecumenado sacramental. Es decir, un tiempo en el que el aspirante al presbiterado va cambiando en todo sentido, ayudado por el Espíritu, hasta ser capaz de recibir el don del sacerdocio ministerial. Por eso, decir que el Seminario es una institución o un lugar de aprendizaje, es expresar una mínima parte de lo que es en realidad.

Lo vemos claro si nos fijamos en una de las misiones concretas a las que está llamado el presbítero: ser “una presencia” entre sus hermanos, llegar a ser la presencia de Jesucristo Pastor entre la gente. Ser una presencia es más que “hacer cosas”, más que practicar un acompañamiento terapéutico, más que estar mudo o inactivo, aséptico o indiferente, más que ser un animador cultural… Ser la presencia de Cristo no es fácil, requiere grandes dosis de vida ascética: ascética de la escucha y de la recepción del otro, ascética del silencio o la palabra oportuna, ascética para renunciar a compensaciones, ascética para amar como Él… Más allá de la imitación, ser presencia de Cristo es llevarlo consigo; no como algo, como un mensaje o un objeto, sino dejarle espacio para que sea Él en mí y yo en Él.

Se entiende que esto, con todo lo que supone, requiere un proceso que en realidad dura toda la vida. Entre otras vivencias exige haber atravesado desiertos (con sus soledades); desiertos propios y ajenos. El Seminario es el tiempo en que la Iglesia verifica en el candidato el mínimo para que la gracia del sacramento del Orden no sea inútil y halle en él una humanidad adecuada para ser presencia del Buen Pastor en medio de tanta soledad.