Fecha: 7 de marzo de 2021

La misión de José consistió en acoger como padre al Hijo de Dios hecho hombre. Aunque no fuera el padre biológico, fue el padre humano de Jesús, y vivieron esa relación de tal modo que constituyen un ejemplo para todas las familias.

Cuando alguien recibe la noticia de que va a ser padre, la primera reacción de una sana paternidad es la acogida incondicional del hijo que va a nacer. En nuestra sociedad esto no es evidente para todos: los hijos se programan e incluso se desechan recurriendo al aborto. El ser humano es tratado como un objeto que se ha de conseguir a cualquier precio cuando se desea, o que se puede eliminar cuando no se le quiere recibir.

Esto nace de una manera de afrontar la vida queriendo ser nosotros quienes lo decidamos todo. Y esto nos lleva a menudo a ver la voluntad de Dios como un obstáculo a nuestros deseos. Ante los acontecimientos que no entendemos reaccionamos con la decepción y la rebelión. San José, nos dice el Papa en su carta Patris corde (Con corazón de padre) “deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia… La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge” (nº 4). Él nos muestra que, con la fortaleza de la fe, es posible acoger la vida tal como es. La grandeza de su paternidad se manifestó en la disponibilidad para acoger a Cristo, a pesar de que sus razonamientos humanos le llevaran a pensar, en un primer momento, en la posibilidad de abandonar a María y al hijo que ella llevaba en su seno.

El amor verdadero de un padre para con sus hijos se manifiesta en la ternura. Su amor a Cristo se muestra en los desvelos por Él: no dudó en exiliarse a Egipto para proteger su vida o en establecerse en Nazaret para alejarlo del peligro que podía suponer Arquelao, que había sucedido a su padre Herodes (Mt 2, 22). Y Jesús, siendo el Hijo de Dios, aceptó vivir “sujeto a María y José” (Lc 4, 51), y crecía humanamente en actitud de obediencia a la voluntad de su Padre Celestial.

José introdujo a Jesús en la vida religiosa del Pueblo Elegido. Según la costumbre judía fue circuncidado a los ocho días de nacer (Lc 2, 21); fue presentado en el templo cuando se cumplieron los días de la purificación de María (Lc 2, 21); iba con sus padres a Jerusalén cada año “por la fiesta de la Pascua” (Lc 2, 41). No se trataba de una religiosidad meramente externa o de cumplimiento, sino que respondía a la verdad de lo que vivían en su corazón. Por ello en María y José, Jesús experimentó humanamente que, “como un padre siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternura por quienes lo temen” (Sal 103, 13), y aprendió lo que es el amor de Dios. De este modo, ellos tuvieron el gozo de ver cómo Jesús progresaba día tras día “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2, 52). Una auténtica paternidad cristiana no se limita a preocuparse de que a los hijos no les falte nada material, sino que incluye ayudarles a descubrir el amor de Dios. Es el camino que los conducirá a un auténtico crecimiento en la verdadera humanidad.