Fecha: 5 de abril de 2020

La pandemia del coronavirus que estamos padeciendo nos está marcando profundamente y obligando a vivir una experiencia muy dura: llorar a nuestros familiares y amigos difuntos desde la distancia sin podernos despedir de ellos como merecen, sin poder vivir el duelo con abrazos reconfortantes.

¿Cómo Dios puede permitir todo esto? Es la pregunta que puede surgir en nuestro interior. En una conversación con el periodista Jordi Évole, el papa Francisco respondió a semejante pregunta con un significativo silencio y una invitación a no decir muchas palabras, ya que para encontrar sentido al misterio del mal y del dolor no hay mejor manera que contemplar la vida de Jesucristo y, particularmente, sus últimos días.

Contemplar los últimos días de la vida de Jesucristo es lo que la Iglesia nos invita a hacer durante la Semana Santa que iniciamos este Domingo de Ramos. Esta va a ser diferente a todas las que hemos vivido hasta ahora. Nos vamos a hermanar con las Semanas Santas vividas durante años en muchos otros países del mundo que viven la guerra, el hambre, las epidemias…

Mirar a Jesús en sus últimos días de vida nos va a acercar al sufrimiento y a la experiencia de los que padecen la enfermedad y la muerte en soledad, alejados de sus hogares y de sus familias. Dios, en Jesús, ha experimentado ese dolor que hoy padecen algunos de nuestros hermanos y hermanas. Dios también llora con nosotros ante la muerte cruel y aislada.

Me consuela mucho mirar el Cristo de la capilla del castillo de Javier en Navarra que, mientras el gran misionero san Francisco Javier moría en soledad en una pequeña isla sin poder entrar en China, mostró un extraño sudor que fue, para su familia, el signo de que Francisco Javier entraba de la mano del Señor en la Jerusalén celeste.

Las madres y los padres, como Santa María, sufren viendo padecer y morir a sus hijos. Lamentan enormemente no poder abrazarlos, acariciarlos, hablar y despedirse de ellos.

Dios no está tan lejos de nosotros como podría parecer. Dios Padre, su Hijo Jesucristo, su familia formada por María y el apóstol Juan, sufren con inmenso dolor y desgarro una separación radical, injusta, inhumana. Dios ha vivido el dolor, nos comprende, nos acompaña en el sufrimiento y llora con nosotros.

Entramos en el dolor de la Semana Santa, quizá en un contexto más cercano que nunca al que vivieron Jesús, sus familiares y amigos. Ojalá mirando al Señor colgado en la Cruz recibamos la gracia de experimentar su amor y cercanía en los momentos de dolor y angustia que estamos viviendo a causa de esta pandemia.

Afortunadamente, a diferencia de Jesús, nuestros hermanos enfermos y agonizantes tienen la cercanía y el cariño del personal sanitario que, con un amor inmenso, los acompañan en los momentos de dolor y pasión. Nuevamente doy las gracias y oro por tantos «cireneos», tantas «Marías» y «Juanes» que acompañan a nuestros hermanos en el momento de la cruz.

La Semana Santa no acaba con la Cruz del Viernes Santo. Aguardamos con gran esperanza el Domingo de la Resurrección. La muerte y el sufrimiento injustos no tienen la última palabra. Una vida vivida desde el amor no puede morir. Gracias, Dios Misericordioso, por hacernos este regalo.

Queridos hermanos y hermanas, dejemos que en la debilidad de nuestras lágrimas y en la vulnerabilidad de nuestras vidas, se manifieste la fortaleza de Cristo en nosotros.