Fecha: 28 de marzo de 2021

El domingo de Ramos empeza­mos la Semana Santa. Este año, por las circunstancias, no po­dremos celebrar las procesiones que llenan de religiosidad las calles de nuestras ciudades, pero sí ten­dremos en las iglesias los actos litúr­gicos propios de estos días. Durante toda esta semana conmemoramos la muerte del Señor. Las celebracio­nes son sobrias y, a la vez, ricas en gestos y símbolos, algunos de los cuales no se vuelven a repetir a lo largo del año, como la postración si­lenciosa del celebrante al inicio de la celebración del Viernes Santo y el rito de la adoración de la Cruz, en el cual somos invitados a mirar el árbol donde murió lo Salvador del mun­do.

Cuando a lo largo de estos días recordamos al Crucificado nos inva­den dos sentimientos: asombro al ver ­lo tan desfigurado por las torturas que ha recibido de manos de toda la huma­nidad; y admiración por cómo ha acep­tado ese sufrimiento, tomando sobre sí nuestros dolores y muriendo por nuestras faltas, y todo sin obrar con violencia ni tener en los labios la per­fidia.

¿Por qué el mundo se sobrecoge ante la Cruz de Cristo? El Concilio Va­ticano II recuerda que el ser humano es capaz de lo mejor y lo peor. En la Cruz de Jesucristo se descubre lo peor que puede salir del corazón del hombre. Lo vemos en los relatos de la pasión que estos días escuchare­mos y meditaremos: los interrogato­rios de los sumos sacerdotes, el jui­cio por parte del procurador romano, las torturas… Todo nos lleva a pre­guntarnos ¿cómo es posible que las personas podamos llegar a tanta cruel­dad? Cuando pensamos de lo que somos capaces, no podemos hacer otra cosa que sobrecogernos.

¿Por qué el mundo se admira cuan­do contempla el Crucificado? Porque en Él resplandece lo mejor que hay en el corazón del hombre. De hecho, en la pasión según san Juan, que es­cucharemos el Viernes Santo, vere­mos cómo Pilatos presenta a Jesús al pueblo diciendo: «aquí tenéis el hombre». Sin saberlo, Pilatos nos ha dicho una gran verdad: Jesús es el hombre perfecto; el hombre en el que no hay ningún mal; el hombre que solo sabe hacer el bien; el hombre que se ha mantenido en fidelidad a Dios. Nos sobrecogemos porque se po­ne de manifiesto lo que somos capa­ces de hacer los hombres. Y nos admi­ramos porque ese condenado a muerte ha respondido a la injusticia de su condena sin ninguna violencia y, además, perdonando. Su respuesta al mal ha sido continuar haciendo el bien.

La Carta a los Hebreos nos enseña que Jesús, por su pasión «se ha con­vertido en fuente de salvación eter­na» (He 5,9). De su costado abierto brota la sangre y el agua que simbo­lizan todas las bendiciones que nos vienen por su muerte. Por eso la litur­gia de estos días es toda ella una in­vitación a la plegaria para que la gracia de la Redención que nace del costa­do abierto del Salvador llegue a toda la humanidad. En esta plegaria, este año recordemos especialmente a quienes más han sufrido o están su­friendo por la pandemia.

Que estos días sean para todos una ocasión de reencontrarnos con el Señor.