Fecha: 15 de noviembre de 2020
Este lema constituye una invitación que encontramos en el libro del Eclesiástico y que Dios nos dirige a cada uno de nosotros. Con él celebramos la IV Jornada mundial de los pobres, una iniciativa del papa Francisco para que no pensemos que, como los pobres están i estarán siempre con nosotros (Cf. Jn 12, 8), podemos dejar de luchar contra la pobreza; para que no nos volvamos insensibles hacia las personas que viven en situación de marginación; y para que éstas sientan que la Iglesia es su casa y la comunidad cristiana su familia.
Para que esto sea realidad, los cristianos estamos llamados a cultivar ciertas actitudes. En primer lugar, debemos tener los ojos abiertos para ver las pobrezas que existen a nuestro alrededor. La más visible es la material, pero no olvidemos que no es la única. Frecuentemente detrás de la pobreza material se esconde una pobreza humana o carencias educativas y culturales. Quienes viven en esta situación difícilmente encuentran caminos para superarla. Pero hay también otras pobrezas: la soledad de quien no tiene amigos o es ignorado por la sociedad; la de aquellos que son marginados por sus creencias, ideas, religión, cultura o raza. Es más cómodo vivir como si todas estas formas de pobreza no existieran: “Mantener la mirada hacia el pobre es difícil, pero muy necesario para dar a nuestra vida personal y social la dirección correcta” (Mensaje del Papa, nº 3).
El compromiso con los pobres es el camino para construir un mundo más digno del ser humano: “la generosidad que sostiene al débil, consuela al afligido, alivia los sufrimientos, devuelve la dignidad a los privados de ella, es una condición para una vida plenamente humana” (nº 3). También es el signo de una religiosidad auténtica. Si la mirada creyente hacia Dios no nos lleva a acoger a los pobres, es inauténtica: “la oración a Dios y la solidaridad con los pobres y los que sufren son inseparables. Para celebrar un culto que sea agradable al Señor, es necesario reconocer que toda persona, incluso la más indigente y despreciada, lleva impresa en sí la imagen de Dios” (nº 2).
A los cristianos el encuentro con una persona en condición de pobreza debe provocarnos un interrogante: ¿cómo podemos ayudar a eliminar o al menos aliviar su marginación? Sabemos que no podemos solucionar todos los problemas del mundo, pero podemos sembrar esperanza con nuestros pequeños compromisos y con nuestros gestos. El gesto de tender la mano es un signo que muestra que la prisa no nos lleva a la indiferencia hacia los que sufren: “tender la mano es un signo: un signo que recuerda inmediatamente la proximidad, la solidaridad, el amor” (nº 6). Pensemos, nos dice el Papa, en “la mano tendida del médico que se preocupa por el paciente… la de la enfermera o el enfermero que permanecen para cuidar a los enfermos, la del que trabaja en la administración y proporciona los medios para salvar el mayor número posible de vidas, (…) la del sacerdote que bendice con el corazón desgarrado, la del voluntario que socorre a los que viven en la calle…” (nº. 6). Que nuestras manos sean expresión del amor que hay en nuestro corazón.